El niño dijo "quiero pintar la luz". Y Dios quedó perplejo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Una escalera, un espejo y un pincel. Estas cosas recogió Iván esa mañana, nada más. Esperó a que asomara el sol y enderezó sus pasos hacia Oriente. Caminó y caminó y pronto llegó hasta donde estaba el sol, brillante, con destellos rojizos todavía. Lo encontró apoyado sobre la tierra luciendo su redondez y multiplicándose en las infinitas gotas de rocío.

Puso el espejo de espaldas al sol, con el pincel tomó un poco de su luz y la aplicó sobre la superficie brillante del cristal. Repitió la operación una y otra vez. Y otra vez más… Y cada vez tenía que levantar más su brazo porque el sol se elevaba en el cielo hasta quedar fuera de su alcance.

Entonces tomó la escalera, la abrió en caballete, subió y otra vez alcanzó al sol con su pincel. Siguió pintando con la luz sin cubrir toda la superficie del espejo. Y a medida que el sol se elevaba el niño subía: ahora un peldaño, luego otro, más tarde otro más. Se apresuraba a pintar para terminar la obra antes que la escalera agotara su estatura y el astro quedara fuera de su alcance.

El sol se elevaba y se elevaba y el niño subía y subía para recoger la luz con su pincel. La obra de luces avanzaba, las figuras nacían de la imaginación del pequeño arista y se plasmaban en el espejo sin quitarle su virtud, sin impedirle duplicar las cosas. El sol alcanzó el cenit y el niño, que todavía no había concluido su obra de luces, vio que la escalera, cuyos peldaños podía contar con los dedos de sus manos, lo había elevado hasta lo más alto del cielo. Entonces supo que esa escalera tenía tantos peldaños cuantos anhelos guardaba en su corazón.

Iván volvió su mirada sobre el espejo, examinó cuidadosamente la obra de sus manos y quiso contrastar las luces con algunas sombras, para que las imágenes se corporizaran y deambularan entre los hombres. Y como en ese momento el sol iniciaba su camino hacia el Poniente, hacia el país de las sombras, creyó que así como su pincel había recogido la luz del ascenso, ahora podría recoger las sombras del descenso. Y cuando lo levantó para tomar algunas sombras, le dijo el sol que no las tenía, que las sombras no eran su atributo, que podía darle algunos matices de su ocaso para que el niño cumpliera su deseo, pero que esos matices también eran de luz.

Así, cuando el sol se ocultó, cuando el niño concluyó su obra y la escalera recobró su estatura original, la luz no se ausentó en ese país porque el cuadro iluminó ese lado del mundo como no había ocurrido desde los días de la Creación. Fue por eso que cuando el niño dijo “quiero pintar la luz”, Dios quedó perplejo.
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El globo rojo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

No sé si mi pluma puede mostrarle al lector, niño o adulto, las imágenes y los colores que me habitan. No sé si las palabras tienen la magia del movimiento, si las metáforas y los rebuscamientos del lenguaje describen el rostro de un niño, su andar por las calles de la ciudad, su relación con las cosas. Quizá la inocencia y la belleza tienen formas y colores que las palabras no pueden copiar.

Por eso hoy acudo a una fábula cinematográfica que, aunque data de 1956, tiene la frescura de lo nuevo, el candor de lo simple y la virtud de la inocencia. Estoy hablando del filme de Albert Lamorisse Le ballon rouge, protagonizado por Pascal, su hijo de sólo cuatro años de edad, y por el globo que le da nombre a esta joya del cine-arte.


Creo que ensayar una interpretación de este mediometraje que a pesar de carecer de otros diálogos que los visuales mereció el Oscar al mejor guión original en el año de su realización, sería un error. Conviene cliquear en el enlace que pongo al pié para que, por la sola virtud de esta modernidad, las imágenes nos hablen por sí mismas y nos digan si, acaso, estamos presenciando una de las obras más bellas que el cine nos ha ofrecido. A los niños y a los adultos.

Ver video, 33:48

Cuentos para Agustina

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Vuelo a la ciudad de los pájaros

Cuando Agustina aprendió a reír, también aprendió a hablar con los pájaros en su lengua. Y fue hablando de variadas cosas que cierto día los pájaros la invitaron a conocer su ciudad. Sería un viaje que sólo Agustina y los pájaros podrían hacer y del que nadie más sabría.

Así, entonces, tan pronto como ella aceptó la invitación, comenzó el viaje. Los pájaros la tomaron con sus picos, uno de la falda, otro de la cinta de raso que ceñía su cintura, otros de las mangas de su blusa y de cada sitio apropiado y se elevaron por los cielos en dirección a un monte poblado de árboles añosos, arbustos de variada clase y flores de todos los colores. Un arroyo atravesaba el monte y en una hondonada había un lago de aguas quietas donde las aves tomaban baños en los días cálidos.

En los lugares más altos de los árboles solían reunirse para deliberar acerca de los asuntos públicos de su ciudad, y en los más bajos realizaban sus festivales, agasajaban a cada nuevo miembro que se unía al grupo y hacían unas fiestas muy divertidas y bulliciosas cada vez que de un huevo nacía un nuevo pajarillo. Y entre uno y otro sitio, a media altura entre el suelo y la cima de los árboles, estaban los nidos, construidos en las ramas firmes y en las horquetas, unos sobre otros. Era la ciudad de los pájaros que, a semejanza de la de los hombres, tenía las casas unas sobre otras. Edificios vegetales con nidos abiertos al cielo y con pisos tapizados de plumas y ramitas que abrigaban los huevos. Casas construidas en el verde fervor del follaje, con un paisaje de flores y de frutos que servían de alimento a los pájaros.

Y cuando hubieron recorrido toda la ciudad, visitando algunos nidos y participando de algunas reuniones con esos seres alados, Agustina pidió que la llevaran de regreso a su casa para no preocupar a sus padres. No sabía la pequeña que ese paseo había sido hecho más allá del tiempo y de las distancias. Pero los pájaros nada dijeron y sin más la llevaron volando hasta su casa.

El laberinto


Uno de los pájaros que la llevó de paseo por esa ciudad de árboles le contó a Agustina que cerca, muy cerca de su casa, había un laberinto. Quiso la niña conocerlo y montada sobre el ave llegó hasta allí. Vio que era un laberinto de caramelos dispuestos uno tras otro y que para internarse en él había que comer los caramelos. El pájaro la dejó en el principio del laberinto para que la niña iniciara sola la aventura de recorrerlo.

Agustina miró a derecha e izquierda, atrás y adelante, y pensó: “Ignoro si este laberinto guarda un premio para quien logre sortearlo o si el premio es el mismo recorrido, puesto que deberé comer los caramelos para internarme en él”. Y sin indagar más sobre el asunto, recogió el primer caramelo, lo comió, y sabiéndolo rico recogió el segundo y lo comió, y luego el tercero... Y así avanzó hasta llegar a una bifurcación. Caramelos hacia la derecha y caramelos hacia la izquierda, dudaba la niña qué camino tomar. Miró a unos y otros caramelos y vio que eran de la misma clase, y sin pensar más tomó por el camino de la diestra asumiendo el riesgo que siempre proponen los laberintos. Comió caramelos sin cesar y notó que lentamente el camino iba desviándose hacia la izquierda, siempre hacia la izquierda. Y de pronto se encontró con que ya no habían más caramelos. Dudó un instante, pero su curiosidad la llevó unos pasos más allá, adonde, según el plan de quien trazó ese laberinto, debería haber otro caramelo. No estaba ese caramelo, pero no tardó Agustina en advertir que había llegado al mismo sitio adonde el camino se bifurcaba. ¿Acaso había salido del laberinto? ¿Lo había resuelto la niña golosa comiéndoselo todo? Y si era así, ¿quién se habría comido el último caramelo, el que ella no halló?

Pensaba en estas cosas cuando de pronto vio un montón de ramas puestas unas sobre otras en el sitio exacto donde debía estar el caramelo ausente. Levantó las ramas una a una y vio que allí, debajo, había un pequeño envoltorio anudado con una cinta primorosa que remataba en un moño azul. ¡Sin duda era el regalo! Agustina supo que lo merecía y lo tomó para sí. Pero como estaba a punto de cerrarse la noche y sus padres podrían preocuparse por su ausencia, y como cierta vez había oído decir que los regalos no deben abrirse en la oscuridad, y como el pájaro que la llevó hasta el laberinto había regresado para llevarla a su casa, decidió partir sin más. Prefirió hacerlo correteando por los prados mientras el ave la guiaba volando bajito, al amparo de la poca luz que todavía regalaba el sol.

El premio del laberinto

Al día siguiente Agustina despertó más temprano que de costumbre para abrir el paquete y ver qué regalo le había deparado su dulce aventura de caramelos. Rápidamente tomó la leche y comió el exquisito pastel que mamá le había preparado y sin esperar más corrió al escondite donde había guardado el regalo. Deshizo el moño azul, desató el nudo y rasgó el papel con toda la curiosidad del mundo y vio el regalo: un espejo ovalado finamente enmarcado en plata labrada. Sin duda era el trabajo de un buen artesano. Sin duda había sido hecho para una ocasión especial. Sin duda guardaba algún enigma, como todos los espejos que se encuentran en los acertijos y en los cuentos.

Miró en su luna y vio a una niña de su edad, vestida con una blusa azul como la suya. La miró durante largo rato y la niña la miraba a ella. Agustina le sonrió, pero la niña no. Volvió a sonreírle Agustina, y entonces sí, la niña también sonrió. Agustina le tendió la mano como hacen las niñas cuando quieren pasear juntas con su amiguita, y la niña tomó la mano y, abandonando el espejo, fue a la casa de muñecas que su abuelo le había hecho bajo el nogal. Y allí jugaron y jugaron hasta que el sol las miró de arriba. Jugaron a la mamá y a las visitas, jugaron al hada y a la madrina, jugaron a ser Caperucita azul y Caperucita con alas. Y cuando fue justo el mediodía y el sol estaba en lo más alto del cielo, la niña volvió al espejo.

Agustina no la vio partir ni supo dónde estaba. Buscó aquí y allá, buscó afuera en el parque, también le preguntó a las muñecas adónde había ido la niña, pero no lo supo. Entonces vio el espejo que estaba en una mesa, vuelto hacia abajo; lo tomó y lo volteó para mirar su luna. ¡Y ahí estaba la niña, mirándola como ella misma la miraba! Le preguntó si volvería a jugar con ella y la niña no respondió, pero extendió su mano y le entregó un caramelo a Agustina. “Este –le dijo- es el caramelo ausente en el laberinto.”

El significado de las vocales

A muy temprana edad Agustina quiso aprender el alfabeto y qué significado tiene cada letra; quería saber la niña y le pidió a su abuelo que le enseñara. “Menuda cosa me pide Agustina -se preocupó el abuelo-, ¿cómo haré para enseñarle el significado de cada letra, si yo mismo no lo sé? ¿Quién me asistirá en tamaña empresa?”

Agustina le miraba esperando respuesta y el abuelo bien sabía que cuando las niñas preguntan no cejan en su propósito hasta alcanzarlo. Sabía también que cada pregunta está preñada de su respuesta y que sólo había que hallarla. Los libros no le dirían nada, los sabihondos a mano tampoco. Entonces miró atentamente a su nieta, sus manos y sus piecitos, sus movimientos y su espera; miró su mirada y ahí creyó encontrar la respuesta. Depuso su saber, desnudó su alma y dijo:

Hablaremos de las vocales porque ellas son las primeras voces que decimos cuando venimos a la vida. Comencemos, pues, con la a. La a es la luz, el día en su primera hora, la puerta abierta, la brisa y el frescor del viento. La e es la tarde, la calma de la siesta, el movimiento lento y el reloj de arena. La i es la alegría y la risa fácil, es la letra de los festivales. La o es la noche y la espera, y la u es la preocupación y el agobio.

Agustina escuchaba y quería separar las vocales para no confundir sus significados. Y recordando cada palabra que venía a su memoria, cada idea y cada gesto de los adultos cuando hablan, repetía para sí los dichos del abuelo: “La a es la luz y el viento, la b es la tarde y la quietud, la i es la alegría y la risa, la o es la noche y la u es el agobio”.

Abuelo, abuelo –dijo Agustina de pronto-, quiero la a, la e y la i. Y nada más. Quiero eliminar de nuestro habla la o y la u. Con las tres primeras vocales construiremos el alfabeto de ahora en más, que ellas sean las primeras voces que digan los niños cuando vienen a la vida. Pongámoslas en este orden: a, i, e. Y las consonantes, que me enseñarás mañana, que queden así, no hay cuidado con ellas si la luz, la alegría y la serenidad habitan nuestras palabras.

El abuelo quedó pensativo. ¿Cómo se construye un lenguaje con tres vocales? ¿Por qué la niña le proponía tamaña tarea? ¿Y si le pedía ayuda a su nietita para la empresa? Y se propuso hacerlo así en el próximo cuento.

Cavilaciones de la niña

Cuando al día siguiente recibió a la niña en su regazo, de inmediato el abuelo pronunció su nombre, Agustina. Y también inmediatamente advirtió que ese nombre tan querido tenía una de las vocales que su nieta había querido abolir. Y que el papá de la niña, Mario, tenía en su nombre la otra vocal. Y también el abuelo y la abuela y el tío. Otras personas llevaban en sus nombres las letras o y u, todas ellas muy queridas y buenas y adorables. ¿Cómo podían ellas significar oscuridad y agobio?

Agustina vio en los gestos y en la mirada del abuelo estas preocupaciones y pensó: “¿Acaso debía ella cambiar su nombre y también cambiar los nombres de personas que le eran tan queridas? Aún más, las palabras ‘abuelo’, ‘hijo’, ‘tío’ tenían esas vocales. También las tenían palabras como ‘amor’, ‘caramelo’, ‘jugar’. ¿Cómo podían, entonces, abolirse?”

De estas cosas le habló Agustina a su abuelo, que pensaba y se afanaba en hallar respuesta. Y para descansar de sus cavilaciones salió con la niña en dirección al parque. En el camino un perro saludó a la niñita con su guau, los pajarillos le cantaron su pío-pío, un varoncito, al cruzarse, levantó su mano y le dijo chau, un payaso la miró desde un afiche pegado en la pared y, al llegar al parque, el calesitero la recibió obsequiándole la sortija.

De pronto Agustina dijo:

- Abuelo, abuelo... Si eliminamos la o y la u del alfabeto ya no tendré al perro amigo y nadie me dirá guau, se extraviarán los pajarillos y su pío-pío, no tendré amigos que me saluden chau, ni payasos ni calesitero ni sortijas.

Espera, hija –dijo el abuelo atribulado-, espera y no tengas preocupación por esas cosas porque nada de lo que es bello y bueno se extraviará. Tú juega y ríe y gira en la calesita. Quizá después hallemos la respuesta.

Sopa de letras

De regreso a casa, después de mucho corretear y de fatigar a los tigres y caballos de la calesita, Agustina y su abuelo regresaron a casa, donde los esperaba una sabrosa sopa de letras.

Ahí, en ese plato humeante, se habían congregado todas las vocales con su cortejo de consonantes, ahí estaba todo el universo de palabras, todas las historias narradas por los cuentistas más imaginativos. Ahí estaban el guau y el pío-pío y los nombres de mamá y del amigo. También estaba todo lo que antes fue dicho y todo lo que se dirá mañana.

Entonces Agustina miró a su abuelo y el abuelo la miró a ella. Y supieron que todas las respuestas estaban ahí, bajo sus propios ojos, y que sólo necesitaban ordenar las letras para hallarlas.

Caperucita Roja

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Todos saben que debía su nombre a la capucha que la abrigaba en los días fríos. Y que el color de esa capucha le había dado el apellido.

Caperucita Roja era una niña inteligente, de corazón generoso. Tenía entre dos y tres años de edad cuando le ocurrió lo que voy a relatarte ahora. Afina, pues, tu oído y guarda todo en tu memoria, pues ésta será la única vez que se oiga de mí este cuento. Porque mañana quizá ya lo habré olvidado.

Vivía con sus padres en una casita pequeña y graciosa, como esas de chocolate que suelen adornar las tortas en las fiestas grandes. Su abuelita, mamá de su mamá, que antes vivía con ellos, se había mudado al medio del bosque, a una casa rodeada de unas plantas que le hacían bien a su salud. De modo, entonces, que diariamente la anciana salía a recoger algunas hojas de esas plantas para sazonar sus comidas y sanar sus dolores. Así es que ya no vivían juntas. Pero, eso sí, frecuentemente la niña visitaba a su abuela para llevarle algunas cosas que necesitaba o dulces que preparaba su madre.

Cierta vez la mamá le pidió a Caperucita que fuera a la casa de su abuela para llevarle hortalizas del huerto y, como era habitual, unos ricos dulces. Alegre, con el cesto al brazo la niña enderezó el camino que lleva a la morada de la anciana. Primero atravesó los prados y luego vadeó el arroyo hasta encontrar su lugar menos profundo, y lo cruzó saltando sobre las piedras que asomaban del agua. Y se internó en el bosque por una senda otrora abierta por los leñadores, a cuya vera divisó pronto la casa de su abuelita. Felices ambas, abundaron los besos. Conversaron niña y anciana durante un tiempo, hasta que se oyó golpear insistentemente la puerta. Caperucita acudió a abrirla y se encontró frente a un hombre ya entrado en años, delgado, de larga barba blanca y jadeante: “Niña, mira aquí, a mis pies..., este animal herido. Lo traje a cuestas desde el arroyo. Está mal, quizá fue una caída o una piedra del arroyo lo hirió. Ayúdame a curarlo. Y que sea ya porque si no morirá”. Pronto se acercó también la abuela y entre los tres alzaron al animal y lo entraron a la casa, depositándolo sobre una mullida manta, donde le prodigaron toda suerte de cuidados.

Era un lobo, herido en el lado izquierdo de su cuerpo. Inconsciente ya, el animal no reaccionaba a las primeras curaciones. Pero insistieron ellos y mucho se afanaron en los cuidados. Lavaron su herida y vieron que era profunda, luego le aplicaron unas hierbas que la abuela aseguró que serían saludables, lo vendaron con paños limpios y lo dejaron dormir y descansar al abrigo de la estufa que ardía cerca. Y cuando hubo transcurrido bastante tiempo, el animal despertó.

Sorbo a sorbo Caperucita le hizo beber una sopa caliente y nutritiva que su abuela había preparado. Y vieron, por fin, cómo aquel lobo herido iba recuperando sus fuerzas hasta incorporarse por sí solo y lamer, con gratitud, las manos de la niña y de la anciana. Al cabo, ya repuesto, el animal partía hacia la espesura del bosque.

¿Quién era el hombre que trajo al animal herido? ¿Por qué acudió precisamente a esa casa para que lo sanaran? ¿Por qué se fue sin siquiera despedirse ni decir su nombre? No supieron contestar a estas preguntas la abuela ni la niña, ni tuvieron noticias de los que habían partido.

Y transcurrió algún tiempo y otras veces Caperucita visitó a su abuela. En cierta ocasión, cuando tomaban el té al sol ya fresco de la tarde, vio la niña que un torbellino blanco como la nieve descendía del cielo. Descendía cada vez más hasta alcanzarla sin que la abuelita se percatara. Y la envolvió el torbellino acariciando sus mejillas y quitando de su cabeza la capucha roja hasta ensortijar su pelo. Tuvo una sensación la niña, no de miedo, no de inquietud. Sensación de que, cautiva de aquel dulce torbellino, era trasladada lejos. Muy lejos. Allá donde jamás había estado antes. Y vio sentado en un trono a aquel hombre de barba que un día trajo al lobo herido. Él la miró con dulzura y vio Caperucita que al costado de su cuerpo, del lado izquierdo, el hombre tenía una cicatriz. Alzó su mano desde el trono e irradió luz sobre la niña y al pronto ella se encontró nuevamente sentada al sol ya fresco de la tarde tomando té con su abuelita. Miró a la anciana, miró al cielo. Nada había cambiado en derredor. Sólo ella, Caperucita Roja, sabía lo ocurrido*.

Confieso mi simpatía para con el lector que se basta con lo narrado para comprender lo que implica. De acertado o de errado, de valioso o de trivial, no lo sé. Digo mi afecto para aquel que, dueño aún de su inocencia –inocente es quien no merece castigo-, se basta con el vuelo de su imaginación, con la anchura de su corazón y con el más simple episodio de su vida, para comprender sin recurrir al menudeo verbal a que nos ha llevado nuestra condición de adultos. De seguro yo he sufrido este menoscabo; de otro modo, no hubiera añadido a mis cuentos éstas que llamo reflexiones.

Con frecuencia se pregunta el hombre de qué sirve la ficción, cuál es su utilidad y su motivo. Se pregunta si acaso no es fútil que desde el comienzo se le oriente por senderos ajenos a la realidad, con la que tendrá que vérselas en definitiva a lo largo de su existencia adulta. Hoy, con todo lo que ha hallado la ciencia y puesto al servicio del hombre la tecnología, ¿qué justificación tiene la ficción y el aliento de la fantasía? En ocasiones el conocimiento ha superado a la imaginación y donde hasta hace poco había perplejidad, ahora hay recursos produciendo a escala industrial lo que era inexistente. Éstas y otras evidencias sirven para que los detractores de la ilusión apoyen sus prédicas. Son verdaderos los hechos aducidos, pero son falsas las consecuencias que se derivan de ellos.

La imaginación es una de las cosas que distingue al hombre de las otras especies. Sobrevuela las urgencias cotidianas y busca respuestas que quizá nunca hallará. Pero a sabiendas de ello busca dentro y fuera de sí (siempre es adentro) y en la búsqueda encuentra el gozo. Sutil y hondo, no comparable a la satisfacción de alcanzar el resultado. Por esto el hombre es hombre, distinto, particular. No saben de la muerte las otras especies, no saben de Dios. Sólo el hombre se plantea las cosas del infinito, del tiempo, del bien y del mal.

Déjame, lector niño o adulto, imaginar un personaje que diga así: “Quiero volar con mis alas, porque mi condición no cambia porque hayamos pisado la luna, no he dejado de decir poesías por eso. No discuto la ciencia y sus productos, no desdeño el saber de los hombres. Pero sigo preguntándome de dónde vengo y hacia dónde voy”. Y no me hagas inmortal alguna vez, no. Porque entonces ya no querré vivir, no tendrá sentido mi vida si no tengo que cuidar de ella.

“Por qué soñar” titulé el pórtico de entrada a mi ensayo utópico. Esa es la cuestión. Y mientras sea una cuestión seguiré abrazando la vida, edificando ilusiones. Y si los vientos las derriban volveré a levantarlas, que en eso radica el vivir. Es insípida la certeza, tiene sabor la esperanza y la duda es su sazón. Heráclito y Sócrates de sobra lo sabían, como lo saben los niños. Son esos viejos griegos y estos niños quienes tienen lugar en su entendimiento y en su corazón para aquel hombre “ya entrado en años, delgado, de barba blanca y jadeante”. Sólo ellos son aptos para percibir ese “torbellino blanco como la nieve que desciende del cielo”.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito Ley 11723.

Caperucita Verde

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Claro que ella vestía capucha verde...! No es preciso ser muy perspicaz para saberlo. Sin embargo no es de todos sabido que algunos la llamaban Caperucita del Mar.

Pero antes de relatarte lo que le ocurrió a esta niña, quiero advertirte que cuanto diga de ahora en más no lo repetiré, porque aún cuando de verdad ha acontecido, desde que lo diga yo mismo lo habré olvidado. De modo que atenta a esta historia de Caperucita Verde.

Cuando niña vivía a orillas del mar, en un pequeño pueblo de pescadores. Su padre también era pescador y diariamente se hacía al mar para echar las redes. Y como siempre ocurre en estos casos, al atardecer las barcas regresaban al modesto espigón del pueblo. Allí aguardaban esposas e hijos, hermanos y primos, tíos y sobrinos, y, entre ellos, también Caperucita con su mamá. Diariamente ocurría de este modo y diariamente cada pescador cargaba sobre sus hombros el producto de su faena, unas veces abundante, otras veces no tanto, para llevarlo al mercado concentrador.

No obstante esta rutina, cada partida parecía ser la primera y quienes quedaban en tierra eran prisioneros de cierta inquietud que crecía al atardecer, cuando desde en espigón esperaban hasta avistar las frágiles barcas. Y entonces era la alegría y el sosiego. Y así todos los días. Salvo, claro, cuando se avecinaba una tormenta o el mar estaba bravo. Entonces las familias, reunidas con papá en sus casas, aprovechaban para hablar de asuntos postergados o para reparar las redes y las ropas averiadas.

Caperucita Verde, Caperucita del Mar, niña dulce de ojos color miel, tenía un sueño. Un sueño secreto que nunca había revelado a nadie. Cada atardecer, cuando llegaba la barca de su padre, la niña acariciaba la esperanza de ver cumplido su anhelo. “¡Esta vez no! ¡Y esta otra... tampoco! ¡No... nuevamente!”. Día tras día, uno tras otro su anhelo incumplido...! “Pero será alguna vez será. Mi padre pescará un pececillo de oro que será para mí, que no enviará al mercado. Guardaré conmigo el pececillo de oro en abundante agua marina y vivirá en mi casa”. Soñaba Caperucita y esperaba... Esperaba soñando Caperucita del Mar.

Los días transcurrían y cada vez el padre partía con su barca para internarse en el mar. Y regresaba cada día y el regreso era para la dicha de la niña y de su madre que agradecían a Dios el haberles dado esa vida, vecinos de pescadores, amigos de las brisas, compañeros del sol. Y de las estrellas en las noches de calma. Hermanas de la luna en las noches claras, cuando ella miraba sobre el agua su rostro de plata. Los días transcurrían y la niña aguardaba.

Caperucita sabía reparar las redes con gran maestría. Y al hacerlo procuraba estrechar la distancia entre los hilos porque sabía que así no podría escurrirse el pez de oro, que como todas las cosas de oro imaginaba pequeño.

Fue en un atardecer de verano que la barca de su padre regresó primera entre todas. Y a su bordo el pescador alborozado agitando los brazos. La pequeña, que acababa de llegar al espigón, vio aquello con alguna inquietud, pero pronto se sosegó al advertir que su padre arribaba contento. “¡Un pececillo extraordinario, no visto nunca en este ancho mar! ¡Un pececillo de oro he capturado! ¡De oro, dorado, lo he capturado entre los otros! Y con vida lo traje inmerso en el agua. Caperucita, hija, mira el hermoso pez”. Saltó la niña a bordo y miró alborozada dentro del balde de pesado roble. Increíblemente, tal como lo había soñado cada día, ahí estaba el pececillo de oro, nadando y moviéndose vivamente en medio del agua. Y apenas pudo apartar sus ojos del pez miró intensamente a su papá. ¿Sabría él acerca de su sueño? ¿Habría sospechado siquiera algo? ¡Oh no, imposible, imposible! Sólo ella y Dios sabían aquello, un secreto que ella guardaba dentro de su corazón. Caperucita del Mar, la de los ojos color miel, ahora tenía su pececillo de oro. Ella misma lo desembarcó y fue a sentarse en la playa mirando y admirando sus tonos dorados, sus movimientos vivaces y su forma graciosa.

Arribaron los otros pescadores y descargaron sus presas. Todos se retiraron del muelle y la playa quedó desierta. Sólo Caperucita permaneció ahí, sentada sobre la arena, mirando al pez con particular dulzura. Diríase que dialogaba con él a través de sus miradas y de los reflejos dorados. No lo sé. Nadie lo sabrá jamás. Pero algo ocurría entre esos dos seres tan diferentes, algo indescifrable en medio de la playa.

Y llegada la noche se dibujó en el cielo la luna, brillante. Caperucita la vio cerca, más cerca que nunca, como si también ella quisiera ver al pececillo cautivo. Y habló esa vez la luna. Le habló a la niña en su oído, le besó el cabello que salía de la capucha y luego se fue alejando despacito, muy despacito hasta ocupar su sitio en el cielo. Caperucita se puso de pié, tomó el balde de roble y entró en el mar hasta que el agua mojó su vestido. Allí volteó el balde y el pececillo de oro regresó al mar. Esto hizo la pequeña sin vacilación y sin mirar que devolvía al océano infinito el objeto de sus sueños de siempre.

Ya entrada la noche regresó a su casa la niña, donde la aguardaban sus padres con la cena servida bajo la enredadera, que aún lucía las flores tardías de la primavera pasada. Y nadie habló del pececillo de oro, ni esa noche ni nunca después. Y no supo Caperucita Verde si aquello de verdad había acontecido. No lo supo Caperucita del Mar*.

Ciertamente, el hombre es privilegiado entre todas las especies. Porque si bien es verdad que unas gozan de ciertos atributos y otras gozan de atributos diferentes, la humana es la única especie que cuenta con la esperanza entre sus dones.

La esperanza es una ventana en el presente desde donde podemos atisbar el porvenir. Una proyección de la realidad sazonada con nuestros deseos. De ahí que con frecuencia solemos escapar de los rigores del presente para refugiarnos en la generosidad del porvenir deseado. “Pero será, alguna vez será, mi padre pescará un pececillo de oro”, se decía la niña mientras la suerte le era adversa, y esa esperanza alimentaba sus días. No importa que alguna vez el presente fuera hostil ni que, llegado el día soñado, debiera volver al condicionamiento del hoy y del ahora. Porque antes había conocido el dulce sabor de la espera.

Esperanza. Antídoto contra la adversidad y pócima infalible para asir la belleza y la alegría del vivir. Piedra filosofal que sostiene al hombre en el tiempo. Razón de encuentro, sostén del alma, refugio del caminante.

“Pero algo ocurría entre esos dos seres tan diferentes, algo indescifrable en medio de la playa”. ¿Qué acontece con el hombre, qué con el mundo, con el alma si, desnudo, desnuda, alguna vez comprende que los sueños y la realidad habitan el mismo reino? ¿Qué ocurre si como Caperucita de los Pinceles, o como refiere Coleridge, al despertar encontramos en nuestras manos el objeto de nuestros sueños? La eterna contienda entre la esperanza y la realidad, ¿puede darnos una respuesta? ¿Por qué la niña devolvió al mar el pececillo de oro? ¿Qué sintió al hacerlo? Dé cada quien su respuesta. Yo tengo para mí, lector, que sólo merece reverencia aquel que no pretende capturar del viento su frescor ni guardar para sí el perfume de la flor.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita Blanca

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Era un río que dividía el valle, no muy ancho ni tan profundo. Un río como tantos, pero con la particularidad de que desde la ribera donde vivía Caperucita Blanca no se avistaba la otra. No por la distancia sino porque un fulgor, un brillo intenso impedía ver la otra costa. Nunca nadie de este lado había osado cruzar el río. Había un halo de misterio y de temor porque se contaban historias, a cuál más extraña, sobre la otra costa: que animales desconocidos habitaban ahí, que Dios tenía ahí su templo, que los espíritus de los antepasados eran sus moradores y otras historias curiosas. Y se comentaba que quien cruzara el río ya nunca más regresaría.

“¿Entonces para qué es el puente de plata que atraviesa el río?” Esta pregunta se hacía Caperucita y con ella acosaba a sus padres y vecinos. La duda azuzaba su mente, blanca como su capucha, y no dejaba de imaginar la otra ribera de diferentes maneras, insólitas a veces. Curiosa, la niña no cesaba de preguntar e imaginar cosas para hallar respuestas. Por eso a Caperucita Banca la llamaban también Caperucita del Río.

Cierta vez, una viejecita que tenía cien años le dijo a la niña que el mundo está dividido en dos. Dos partes tiene el mundo. Una parte, la que todos habitamos, es azul y rojo y amarillo y verde y de tantos colores, y en ella viven quienes ya no tienen el alma blanca. Una pequeña manchita en el alma te impide vivir en la otra parte del mundo. Y la anciana también le dijo a Caperucita que aquel río dividía ambos lugares del mundo. “Entonces la ribera de enfrente es el otro lado del mundo y ahí viven los que tienen el alma blanca.” Este pensamiento acompañaba a Caperucita cuando caminaba por la vera del río.

Cavilaba la pequeña acerca de ello y crecía, crecía cada vez más la tentación de cruzar el río. “¿Regresaré?”, se preguntaba. “Y si no regreso nunca más veré a mis padres, ya no jugaré en los prados. ¿Quién me querrá allá si no regreso?” Cavilaba Caperucita Banca, dudaba y dudaba pero cada día se sentía más tentada de cruzar aquel puente de plata. “¿Tendré yo el alma blanca? ¿Podré regresar si cruzo aquel puente de plata?”

Y cierta mañana, cuando el sol ya entibiaba el aire, Caperucita aprontó su canasta con frutas y flores multicolores y enderezó el rumbo en dirección al puente. Decidida y sin mirar atrás, tomada de la baranda lo cruzaba sin temor cuando de pronto desapareció la niña... Se esfumó... Como si un pájaro invisible la hubiera cubierto con su ala ya no se vio a Caperucita Blanca. ¿Dónde estás pequeña? ¿Qué fue de ti? ¿Acaso has cruzado en un carro mágico a la ribera opuesta? ¿Es blanca, enteramente blanca tu alma, Caperucita del Río?

El sol se escondió detrás de negros nubarrones y un viento huracanado sopló desde la otra orilla trayendo lluvias torrenciales con rugidos del cielo y fogonazos feroces. No sé cuánto duró aquella lluvia. Pero sé, porque me fue revelado por la anciana centenaria, que de pronto Caperucita se encontró en su casa rodeada de sus padres y de sus animales. Y sé también que la niña nunca le contó a nadie lo ocurrido. No se supo si guardaba en su memoria algún hecho, alguna imagen del otro lado del río.

Sé, y supieron todos los vecinos, que a partir de ese día Caperucita fue más buena con todos, grandes y pequeños, más de lo que había sido hasta entonces, que era mucho; más que las hadas buenas y que los duendes de los sueños. Y sé también que además de blanca su capucha era blanca también su alma. Lo sé de cierto. Lo sé porque las flores multicolores que llevaba en su cesto regresaron bancas de de aquel viaje misterioso.

Niño o adulto, sabe que si olvidas este cuento no podré repetirlo. Porque ya mismo lo he olvidado*.

Qué cosa es el misterio lo ignoro. También ignoro qué es el silencio. Y la vida y el río. Ese río ante el cual quedaron perplejos Heráclito y Borges y Jacinto. ¿Es el límite? ¿Hay, acaso, límite? ¿Es dos el universo o uno? Me pregunto, en fin, si es preciso inquirirlo todo.

Caperucita Blanca creyó que sí y cruzó el puente de plata (¿lo cruzó?) y regresó en silencio. Guardó el secreto para sí y no quebró el misterio quizá para que el infinito universo siga siendo, para que el hombre siga preguntándose –hoy y siempre- si es dos o uno, él y el resto.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita Amarilla

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Nació en una modesta casita de paredes de adobe con techo de paja y fue su primera cuna un canasto, de los llamados moisés, que antes de ella otros niños habían ocupado. Su padre, leñador, hachaba troncos todos los días para llevar el pan a la mesa familiar. Su madre atendía las cosas del hogar, cultivaba el huerto que había al lado de la casa y se ocupaba de ordeñar las pocas cabras que tenían. Esforzados y laboriosos, sin tregua en los quehaceres diarios, sí, pero felices de amarse y tenerse mutuamente, los padres y la niña se reunían cada noche frente al fuego que ardía en el hogar y contaban historias. Aquí relataré una de ellas. Que no le ocurrió a esta Caperucita, sino a otra. Porque son varias las niñas que se llaman así por usar capucha. La historia que relataré le ocurrió a otra niña que, al igual que ésta, usaba capucha amarilla.

“Me contarás mi historia, papá”, se apresuró la niña. Y el padre: “Has de saber, hijita, que en la vida hay un gran espejo, que como todos los espejos refleja lo que ocurre frente a él. Y bien, yo ignoro de qué lado del espejo ocurrió lo que ahora voy a relatarte, pero es preciso que si después de oír todo tú llegas a saberlo, guardes silencio y ese sea un secreto que no reveles a nadie”. Y a ti, lector, niño o adulto, te hago la misma advertencia: lo que relate de ahora en más será para ti y a nadie se lo contarás. Ni siquiera a mí mismo, porque al fin de la historia yo la habré olvidado.

Es asunto serio el del espejo. Y misterioso también. Frente a él ocurren cosas que se duplican fielmente, tal que no sabes cuál territorio es el de la realidad y cuál no. No hay modo de averiguarlo. Es más: los pensamientos, los sentimientos, las ilusiones y tantas otras cosas no se sabe de qué lado ocurren. Ignoro si importa saber esto, pero es verdad que Caperucita Amarilla sentía mucha curiosidad. Tanta que con sus preguntas le impedía al padre iniciar el relato. “Mira hija, ese es un misterio que no podrás esclarecer en las conversaciones, porque siendo uno de los grandes secretos de la vida su ciencia es intransferible. Y si algo descubres por ti misma, es preciso que no lo digas a nadie; ni siquiera nosotros, tu madre y tu padre. Dios así lo quiere. Sola develarás el misterio si es que esa gracia te ha sido concedida”. Pero la pequeña no podía dejar de preguntarse acerca del asunto y cuanto más hurgaba en su entendimiento tanto más le inquietaba el misterio. “¿Cuál seré yo en el relato que oiré de mi padre? ¿La Caperucita de cuál lado del espejo será la relatada? Una de ellas seré yo y la otra será mi reflejo, y no podré discernir una de otra. Ambas usamos capucha amarilla y mi propio padre ignora la verdad”. No salía la niña de sus cavilaciones cuando su padre inició el relato.

Caperucita Amarilla solía llevar sus cabras a pastar. Y mientras las cabras comían ella contaba las aves que atravesaban el cielo hacia el norte. Eran tantas, pero tantas aves, que con frecuencia la pequeña perdía la cuenta. Sabía la mamá por qué ocurría eso: Caperucita aún no sabía contar más allá de un cierto número, diez, o quizá cien. Pero qué podía reprochársele a la niña si apenas excedía los dos años y medio de edad... Ya aprendería ella a contar sin límites. Y cuando transcurrió un año más aprendió a contar hasta mil, que era más que las aves que volaban diariamente de sur a norte. Entonces sí, cada día decía el número de pájaros que habían surcado el cielo en esa dirección.

Todo esto le era relatado por su padre a Caperucita, que escuchaba con particular atención. Porque de acuerdo a lo que le habían advertido, dudaba la niña si la que contaba las aves del cielo era la Caperucita real o la del espejo que en medio de la vida duplica todo lo que ocurre. Aguardaba una señal, un dato, un fallo en el relato para averiguar la verdad. “Porque debe haber manera de saber quién es quién en cada momento. ¿Cómo puedo dudar si yo soy la que ahora escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? ¡Qué lío! ¿Por qué a mi padre se le habrá ocurrido relatarme este cuento precisamente? ¿Porqué así, papá?”.

Y un día, continuó el padre, ocurrió que el prado donde la niña pastaba sus cabras estaba cubierto de niebla, tal que si extendías la mano apenas podías ver tus dedos. “Detente, detente ahí papá y por un momento no sigas con el relato. Detente porque siendo que la niebla lo cubre todo, el espejo que está en medio de la vida no puede reflejar a la verdadera Caperucita. Ahora mismo viajaré hasta el cuento y podré saber la verdad. Pero tú, papito, no sigas con el relato porque si avanzas ya no sabré cómo regresar contigo. Detén la historia hasta que vuelva. Adiós...” Y desapareció la niña.

En medio de la pradera se encontró Caperucita rodeada de blanca y apretada niebla. Miró aquí y allá. Tanteó en la blancura del aire y no vio a nadie. “A quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la que escucha el cuento y también la del espejo”. Y se encontró con que el sol aún débil de la mañana despejaba la niebla y poco a poco se hacían visibles las cabras y los árboles, el prado y las montañas. Miró con sus ojos y también con su entendimiento y su corazón y creyó que todo cuanto veía era el reflejo de un gran espejo. Eso vio Caperucita, que un espejo muy grande le mostraba la vida. Y recordando lo que su padre le había dicho miró y miró, buscó y buscó dentro del espejo para hallar su imagen. Y no la halló. Presa ya de cierto desencanto caminó la pequeña con sus brazos extendidos hacia adelante en procura de tocar el espejo. Y cuando hubo andado un breve trecho vio a su mamá y a su papá y a las cosas que había dejado y se sentó junto a ellos. Papá continuó el relato a partir del punto mismo en que se había detenido.

Y lo que le fue dicho a la niña ya no recuerdo, lector. Si tú quieres, cuando la hallemos en otro cuento, le preguntaremos a Caperucita el final*.

“¿Cómo puedo dudar si soy yo la que escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada?” Sólo una niña, un poeta o un filósofo pueden inquirir de este modo acerca del tiempo y de la conciencia. Porque quienes no siendo sabios hemos cancelado las dudas, quienes en busca de refugio hemos edificado certezas, tenemos por virtud lo que no es tal. La niña de nuestra historia fue a buscar la verdad porque sabía que no sabía. Y a su regreso fue humilde, más aún de lo que había sido hasta entonces, que en eso hay virtud y no en la presuntuosidad del que cree que sabe.

La vida está hecha de evanescencias, de falsas certezas, a lo más de meras sospechas. Por eso en su aventura viajera la niña no pudo tocar el espejo, no pudo develar el misterio. Claro, no sabía Caperucita que antes de ella ya Sócrates sabía que no sabía.

En premio a su osadía un mendrugo, sólo uno le había sido dado a la niña en el banquete de la verdad: “A quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la que escucha el cuento y también la del espejo”.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.