Caperucita Roja

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Todos saben que debía su nombre a la capucha que la abrigaba en los días fríos. Y que el color de esa capucha le había dado el apellido.

Caperucita Roja era una niña inteligente, de corazón generoso. Tenía entre dos y tres años de edad cuando le ocurrió lo que voy a relatarte ahora. Afina, pues, tu oído y guarda todo en tu memoria, pues ésta será la única vez que se oiga de mí este cuento. Porque mañana quizá ya lo habré olvidado.

Vivía con sus padres en una casita pequeña y graciosa, como esas de chocolate que suelen adornar las tortas en las fiestas grandes. Su abuelita, mamá de su mamá, que antes vivía con ellos, se había mudado al medio del bosque, a una casa rodeada de unas plantas que le hacían bien a su salud. De modo, entonces, que diariamente la anciana salía a recoger algunas hojas de esas plantas para sazonar sus comidas y sanar sus dolores. Así es que ya no vivían juntas. Pero, eso sí, frecuentemente la niña visitaba a su abuela para llevarle algunas cosas que necesitaba o dulces que preparaba su madre.

Cierta vez la mamá le pidió a Caperucita que fuera a la casa de su abuela para llevarle hortalizas del huerto y, como era habitual, unos ricos dulces. Alegre, con el cesto al brazo la niña enderezó el camino que lleva a la morada de la anciana. Primero atravesó los prados y luego vadeó el arroyo hasta encontrar su lugar menos profundo, y lo cruzó saltando sobre las piedras que asomaban del agua. Y se internó en el bosque por una senda otrora abierta por los leñadores, a cuya vera divisó pronto la casa de su abuelita. Felices ambas, abundaron los besos. Conversaron niña y anciana durante un tiempo, hasta que se oyó golpear insistentemente la puerta. Caperucita acudió a abrirla y se encontró frente a un hombre ya entrado en años, delgado, de larga barba blanca y jadeante: “Niña, mira aquí, a mis pies..., este animal herido. Lo traje a cuestas desde el arroyo. Está mal, quizá fue una caída o una piedra del arroyo lo hirió. Ayúdame a curarlo. Y que sea ya porque si no morirá”. Pronto se acercó también la abuela y entre los tres alzaron al animal y lo entraron a la casa, depositándolo sobre una mullida manta, donde le prodigaron toda suerte de cuidados.

Era un lobo, herido en el lado izquierdo de su cuerpo. Inconsciente ya, el animal no reaccionaba a las primeras curaciones. Pero insistieron ellos y mucho se afanaron en los cuidados. Lavaron su herida y vieron que era profunda, luego le aplicaron unas hierbas que la abuela aseguró que serían saludables, lo vendaron con paños limpios y lo dejaron dormir y descansar al abrigo de la estufa que ardía cerca. Y cuando hubo transcurrido bastante tiempo, el animal despertó.

Sorbo a sorbo Caperucita le hizo beber una sopa caliente y nutritiva que su abuela había preparado. Y vieron, por fin, cómo aquel lobo herido iba recuperando sus fuerzas hasta incorporarse por sí solo y lamer, con gratitud, las manos de la niña y de la anciana. Al cabo, ya repuesto, el animal partía hacia la espesura del bosque.

¿Quién era el hombre que trajo al animal herido? ¿Por qué acudió precisamente a esa casa para que lo sanaran? ¿Por qué se fue sin siquiera despedirse ni decir su nombre? No supieron contestar a estas preguntas la abuela ni la niña, ni tuvieron noticias de los que habían partido.

Y transcurrió algún tiempo y otras veces Caperucita visitó a su abuela. En cierta ocasión, cuando tomaban el té al sol ya fresco de la tarde, vio la niña que un torbellino blanco como la nieve descendía del cielo. Descendía cada vez más hasta alcanzarla sin que la abuelita se percatara. Y la envolvió el torbellino acariciando sus mejillas y quitando de su cabeza la capucha roja hasta ensortijar su pelo. Tuvo una sensación la niña, no de miedo, no de inquietud. Sensación de que, cautiva de aquel dulce torbellino, era trasladada lejos. Muy lejos. Allá donde jamás había estado antes. Y vio sentado en un trono a aquel hombre de barba que un día trajo al lobo herido. Él la miró con dulzura y vio Caperucita que al costado de su cuerpo, del lado izquierdo, el hombre tenía una cicatriz. Alzó su mano desde el trono e irradió luz sobre la niña y al pronto ella se encontró nuevamente sentada al sol ya fresco de la tarde tomando té con su abuelita. Miró a la anciana, miró al cielo. Nada había cambiado en derredor. Sólo ella, Caperucita Roja, sabía lo ocurrido*.

Confieso mi simpatía para con el lector que se basta con lo narrado para comprender lo que implica. De acertado o de errado, de valioso o de trivial, no lo sé. Digo mi afecto para aquel que, dueño aún de su inocencia –inocente es quien no merece castigo-, se basta con el vuelo de su imaginación, con la anchura de su corazón y con el más simple episodio de su vida, para comprender sin recurrir al menudeo verbal a que nos ha llevado nuestra condición de adultos. De seguro yo he sufrido este menoscabo; de otro modo, no hubiera añadido a mis cuentos éstas que llamo reflexiones.

Con frecuencia se pregunta el hombre de qué sirve la ficción, cuál es su utilidad y su motivo. Se pregunta si acaso no es fútil que desde el comienzo se le oriente por senderos ajenos a la realidad, con la que tendrá que vérselas en definitiva a lo largo de su existencia adulta. Hoy, con todo lo que ha hallado la ciencia y puesto al servicio del hombre la tecnología, ¿qué justificación tiene la ficción y el aliento de la fantasía? En ocasiones el conocimiento ha superado a la imaginación y donde hasta hace poco había perplejidad, ahora hay recursos produciendo a escala industrial lo que era inexistente. Éstas y otras evidencias sirven para que los detractores de la ilusión apoyen sus prédicas. Son verdaderos los hechos aducidos, pero son falsas las consecuencias que se derivan de ellos.

La imaginación es una de las cosas que distingue al hombre de las otras especies. Sobrevuela las urgencias cotidianas y busca respuestas que quizá nunca hallará. Pero a sabiendas de ello busca dentro y fuera de sí (siempre es adentro) y en la búsqueda encuentra el gozo. Sutil y hondo, no comparable a la satisfacción de alcanzar el resultado. Por esto el hombre es hombre, distinto, particular. No saben de la muerte las otras especies, no saben de Dios. Sólo el hombre se plantea las cosas del infinito, del tiempo, del bien y del mal.

Déjame, lector niño o adulto, imaginar un personaje que diga así: “Quiero volar con mis alas, porque mi condición no cambia porque hayamos pisado la luna, no he dejado de decir poesías por eso. No discuto la ciencia y sus productos, no desdeño el saber de los hombres. Pero sigo preguntándome de dónde vengo y hacia dónde voy”. Y no me hagas inmortal alguna vez, no. Porque entonces ya no querré vivir, no tendrá sentido mi vida si no tengo que cuidar de ella.

“Por qué soñar” titulé el pórtico de entrada a mi ensayo utópico. Esa es la cuestión. Y mientras sea una cuestión seguiré abrazando la vida, edificando ilusiones. Y si los vientos las derriban volveré a levantarlas, que en eso radica el vivir. Es insípida la certeza, tiene sabor la esperanza y la duda es su sazón. Heráclito y Sócrates de sobra lo sabían, como lo saben los niños. Son esos viejos griegos y estos niños quienes tienen lugar en su entendimiento y en su corazón para aquel hombre “ya entrado en años, delgado, de barba blanca y jadeante”. Sólo ellos son aptos para percibir ese “torbellino blanco como la nieve que desciende del cielo”.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito Ley 11723.

Caperucita Verde

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Claro que ella vestía capucha verde...! No es preciso ser muy perspicaz para saberlo. Sin embargo no es de todos sabido que algunos la llamaban Caperucita del Mar.

Pero antes de relatarte lo que le ocurrió a esta niña, quiero advertirte que cuanto diga de ahora en más no lo repetiré, porque aún cuando de verdad ha acontecido, desde que lo diga yo mismo lo habré olvidado. De modo que atenta a esta historia de Caperucita Verde.

Cuando niña vivía a orillas del mar, en un pequeño pueblo de pescadores. Su padre también era pescador y diariamente se hacía al mar para echar las redes. Y como siempre ocurre en estos casos, al atardecer las barcas regresaban al modesto espigón del pueblo. Allí aguardaban esposas e hijos, hermanos y primos, tíos y sobrinos, y, entre ellos, también Caperucita con su mamá. Diariamente ocurría de este modo y diariamente cada pescador cargaba sobre sus hombros el producto de su faena, unas veces abundante, otras veces no tanto, para llevarlo al mercado concentrador.

No obstante esta rutina, cada partida parecía ser la primera y quienes quedaban en tierra eran prisioneros de cierta inquietud que crecía al atardecer, cuando desde en espigón esperaban hasta avistar las frágiles barcas. Y entonces era la alegría y el sosiego. Y así todos los días. Salvo, claro, cuando se avecinaba una tormenta o el mar estaba bravo. Entonces las familias, reunidas con papá en sus casas, aprovechaban para hablar de asuntos postergados o para reparar las redes y las ropas averiadas.

Caperucita Verde, Caperucita del Mar, niña dulce de ojos color miel, tenía un sueño. Un sueño secreto que nunca había revelado a nadie. Cada atardecer, cuando llegaba la barca de su padre, la niña acariciaba la esperanza de ver cumplido su anhelo. “¡Esta vez no! ¡Y esta otra... tampoco! ¡No... nuevamente!”. Día tras día, uno tras otro su anhelo incumplido...! “Pero será alguna vez será. Mi padre pescará un pececillo de oro que será para mí, que no enviará al mercado. Guardaré conmigo el pececillo de oro en abundante agua marina y vivirá en mi casa”. Soñaba Caperucita y esperaba... Esperaba soñando Caperucita del Mar.

Los días transcurrían y cada vez el padre partía con su barca para internarse en el mar. Y regresaba cada día y el regreso era para la dicha de la niña y de su madre que agradecían a Dios el haberles dado esa vida, vecinos de pescadores, amigos de las brisas, compañeros del sol. Y de las estrellas en las noches de calma. Hermanas de la luna en las noches claras, cuando ella miraba sobre el agua su rostro de plata. Los días transcurrían y la niña aguardaba.

Caperucita sabía reparar las redes con gran maestría. Y al hacerlo procuraba estrechar la distancia entre los hilos porque sabía que así no podría escurrirse el pez de oro, que como todas las cosas de oro imaginaba pequeño.

Fue en un atardecer de verano que la barca de su padre regresó primera entre todas. Y a su bordo el pescador alborozado agitando los brazos. La pequeña, que acababa de llegar al espigón, vio aquello con alguna inquietud, pero pronto se sosegó al advertir que su padre arribaba contento. “¡Un pececillo extraordinario, no visto nunca en este ancho mar! ¡Un pececillo de oro he capturado! ¡De oro, dorado, lo he capturado entre los otros! Y con vida lo traje inmerso en el agua. Caperucita, hija, mira el hermoso pez”. Saltó la niña a bordo y miró alborozada dentro del balde de pesado roble. Increíblemente, tal como lo había soñado cada día, ahí estaba el pececillo de oro, nadando y moviéndose vivamente en medio del agua. Y apenas pudo apartar sus ojos del pez miró intensamente a su papá. ¿Sabría él acerca de su sueño? ¿Habría sospechado siquiera algo? ¡Oh no, imposible, imposible! Sólo ella y Dios sabían aquello, un secreto que ella guardaba dentro de su corazón. Caperucita del Mar, la de los ojos color miel, ahora tenía su pececillo de oro. Ella misma lo desembarcó y fue a sentarse en la playa mirando y admirando sus tonos dorados, sus movimientos vivaces y su forma graciosa.

Arribaron los otros pescadores y descargaron sus presas. Todos se retiraron del muelle y la playa quedó desierta. Sólo Caperucita permaneció ahí, sentada sobre la arena, mirando al pez con particular dulzura. Diríase que dialogaba con él a través de sus miradas y de los reflejos dorados. No lo sé. Nadie lo sabrá jamás. Pero algo ocurría entre esos dos seres tan diferentes, algo indescifrable en medio de la playa.

Y llegada la noche se dibujó en el cielo la luna, brillante. Caperucita la vio cerca, más cerca que nunca, como si también ella quisiera ver al pececillo cautivo. Y habló esa vez la luna. Le habló a la niña en su oído, le besó el cabello que salía de la capucha y luego se fue alejando despacito, muy despacito hasta ocupar su sitio en el cielo. Caperucita se puso de pié, tomó el balde de roble y entró en el mar hasta que el agua mojó su vestido. Allí volteó el balde y el pececillo de oro regresó al mar. Esto hizo la pequeña sin vacilación y sin mirar que devolvía al océano infinito el objeto de sus sueños de siempre.

Ya entrada la noche regresó a su casa la niña, donde la aguardaban sus padres con la cena servida bajo la enredadera, que aún lucía las flores tardías de la primavera pasada. Y nadie habló del pececillo de oro, ni esa noche ni nunca después. Y no supo Caperucita Verde si aquello de verdad había acontecido. No lo supo Caperucita del Mar*.

Ciertamente, el hombre es privilegiado entre todas las especies. Porque si bien es verdad que unas gozan de ciertos atributos y otras gozan de atributos diferentes, la humana es la única especie que cuenta con la esperanza entre sus dones.

La esperanza es una ventana en el presente desde donde podemos atisbar el porvenir. Una proyección de la realidad sazonada con nuestros deseos. De ahí que con frecuencia solemos escapar de los rigores del presente para refugiarnos en la generosidad del porvenir deseado. “Pero será, alguna vez será, mi padre pescará un pececillo de oro”, se decía la niña mientras la suerte le era adversa, y esa esperanza alimentaba sus días. No importa que alguna vez el presente fuera hostil ni que, llegado el día soñado, debiera volver al condicionamiento del hoy y del ahora. Porque antes había conocido el dulce sabor de la espera.

Esperanza. Antídoto contra la adversidad y pócima infalible para asir la belleza y la alegría del vivir. Piedra filosofal que sostiene al hombre en el tiempo. Razón de encuentro, sostén del alma, refugio del caminante.

“Pero algo ocurría entre esos dos seres tan diferentes, algo indescifrable en medio de la playa”. ¿Qué acontece con el hombre, qué con el mundo, con el alma si, desnudo, desnuda, alguna vez comprende que los sueños y la realidad habitan el mismo reino? ¿Qué ocurre si como Caperucita de los Pinceles, o como refiere Coleridge, al despertar encontramos en nuestras manos el objeto de nuestros sueños? La eterna contienda entre la esperanza y la realidad, ¿puede darnos una respuesta? ¿Por qué la niña devolvió al mar el pececillo de oro? ¿Qué sintió al hacerlo? Dé cada quien su respuesta. Yo tengo para mí, lector, que sólo merece reverencia aquel que no pretende capturar del viento su frescor ni guardar para sí el perfume de la flor.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita Blanca

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Era un río que dividía el valle, no muy ancho ni tan profundo. Un río como tantos, pero con la particularidad de que desde la ribera donde vivía Caperucita Blanca no se avistaba la otra. No por la distancia sino porque un fulgor, un brillo intenso impedía ver la otra costa. Nunca nadie de este lado había osado cruzar el río. Había un halo de misterio y de temor porque se contaban historias, a cuál más extraña, sobre la otra costa: que animales desconocidos habitaban ahí, que Dios tenía ahí su templo, que los espíritus de los antepasados eran sus moradores y otras historias curiosas. Y se comentaba que quien cruzara el río ya nunca más regresaría.

“¿Entonces para qué es el puente de plata que atraviesa el río?” Esta pregunta se hacía Caperucita y con ella acosaba a sus padres y vecinos. La duda azuzaba su mente, blanca como su capucha, y no dejaba de imaginar la otra ribera de diferentes maneras, insólitas a veces. Curiosa, la niña no cesaba de preguntar e imaginar cosas para hallar respuestas. Por eso a Caperucita Banca la llamaban también Caperucita del Río.

Cierta vez, una viejecita que tenía cien años le dijo a la niña que el mundo está dividido en dos. Dos partes tiene el mundo. Una parte, la que todos habitamos, es azul y rojo y amarillo y verde y de tantos colores, y en ella viven quienes ya no tienen el alma blanca. Una pequeña manchita en el alma te impide vivir en la otra parte del mundo. Y la anciana también le dijo a Caperucita que aquel río dividía ambos lugares del mundo. “Entonces la ribera de enfrente es el otro lado del mundo y ahí viven los que tienen el alma blanca.” Este pensamiento acompañaba a Caperucita cuando caminaba por la vera del río.

Cavilaba la pequeña acerca de ello y crecía, crecía cada vez más la tentación de cruzar el río. “¿Regresaré?”, se preguntaba. “Y si no regreso nunca más veré a mis padres, ya no jugaré en los prados. ¿Quién me querrá allá si no regreso?” Cavilaba Caperucita Banca, dudaba y dudaba pero cada día se sentía más tentada de cruzar aquel puente de plata. “¿Tendré yo el alma blanca? ¿Podré regresar si cruzo aquel puente de plata?”

Y cierta mañana, cuando el sol ya entibiaba el aire, Caperucita aprontó su canasta con frutas y flores multicolores y enderezó el rumbo en dirección al puente. Decidida y sin mirar atrás, tomada de la baranda lo cruzaba sin temor cuando de pronto desapareció la niña... Se esfumó... Como si un pájaro invisible la hubiera cubierto con su ala ya no se vio a Caperucita Blanca. ¿Dónde estás pequeña? ¿Qué fue de ti? ¿Acaso has cruzado en un carro mágico a la ribera opuesta? ¿Es blanca, enteramente blanca tu alma, Caperucita del Río?

El sol se escondió detrás de negros nubarrones y un viento huracanado sopló desde la otra orilla trayendo lluvias torrenciales con rugidos del cielo y fogonazos feroces. No sé cuánto duró aquella lluvia. Pero sé, porque me fue revelado por la anciana centenaria, que de pronto Caperucita se encontró en su casa rodeada de sus padres y de sus animales. Y sé también que la niña nunca le contó a nadie lo ocurrido. No se supo si guardaba en su memoria algún hecho, alguna imagen del otro lado del río.

Sé, y supieron todos los vecinos, que a partir de ese día Caperucita fue más buena con todos, grandes y pequeños, más de lo que había sido hasta entonces, que era mucho; más que las hadas buenas y que los duendes de los sueños. Y sé también que además de blanca su capucha era blanca también su alma. Lo sé de cierto. Lo sé porque las flores multicolores que llevaba en su cesto regresaron bancas de de aquel viaje misterioso.

Niño o adulto, sabe que si olvidas este cuento no podré repetirlo. Porque ya mismo lo he olvidado*.

Qué cosa es el misterio lo ignoro. También ignoro qué es el silencio. Y la vida y el río. Ese río ante el cual quedaron perplejos Heráclito y Borges y Jacinto. ¿Es el límite? ¿Hay, acaso, límite? ¿Es dos el universo o uno? Me pregunto, en fin, si es preciso inquirirlo todo.

Caperucita Blanca creyó que sí y cruzó el puente de plata (¿lo cruzó?) y regresó en silencio. Guardó el secreto para sí y no quebró el misterio quizá para que el infinito universo siga siendo, para que el hombre siga preguntándose –hoy y siempre- si es dos o uno, él y el resto.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita Amarilla

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Nació en una modesta casita de paredes de adobe con techo de paja y fue su primera cuna un canasto, de los llamados moisés, que antes de ella otros niños habían ocupado. Su padre, leñador, hachaba troncos todos los días para llevar el pan a la mesa familiar. Su madre atendía las cosas del hogar, cultivaba el huerto que había al lado de la casa y se ocupaba de ordeñar las pocas cabras que tenían. Esforzados y laboriosos, sin tregua en los quehaceres diarios, sí, pero felices de amarse y tenerse mutuamente, los padres y la niña se reunían cada noche frente al fuego que ardía en el hogar y contaban historias. Aquí relataré una de ellas. Que no le ocurrió a esta Caperucita, sino a otra. Porque son varias las niñas que se llaman así por usar capucha. La historia que relataré le ocurrió a otra niña que, al igual que ésta, usaba capucha amarilla.

“Me contarás mi historia, papá”, se apresuró la niña. Y el padre: “Has de saber, hijita, que en la vida hay un gran espejo, que como todos los espejos refleja lo que ocurre frente a él. Y bien, yo ignoro de qué lado del espejo ocurrió lo que ahora voy a relatarte, pero es preciso que si después de oír todo tú llegas a saberlo, guardes silencio y ese sea un secreto que no reveles a nadie”. Y a ti, lector, niño o adulto, te hago la misma advertencia: lo que relate de ahora en más será para ti y a nadie se lo contarás. Ni siquiera a mí mismo, porque al fin de la historia yo la habré olvidado.

Es asunto serio el del espejo. Y misterioso también. Frente a él ocurren cosas que se duplican fielmente, tal que no sabes cuál territorio es el de la realidad y cuál no. No hay modo de averiguarlo. Es más: los pensamientos, los sentimientos, las ilusiones y tantas otras cosas no se sabe de qué lado ocurren. Ignoro si importa saber esto, pero es verdad que Caperucita Amarilla sentía mucha curiosidad. Tanta que con sus preguntas le impedía al padre iniciar el relato. “Mira hija, ese es un misterio que no podrás esclarecer en las conversaciones, porque siendo uno de los grandes secretos de la vida su ciencia es intransferible. Y si algo descubres por ti misma, es preciso que no lo digas a nadie; ni siquiera nosotros, tu madre y tu padre. Dios así lo quiere. Sola develarás el misterio si es que esa gracia te ha sido concedida”. Pero la pequeña no podía dejar de preguntarse acerca del asunto y cuanto más hurgaba en su entendimiento tanto más le inquietaba el misterio. “¿Cuál seré yo en el relato que oiré de mi padre? ¿La Caperucita de cuál lado del espejo será la relatada? Una de ellas seré yo y la otra será mi reflejo, y no podré discernir una de otra. Ambas usamos capucha amarilla y mi propio padre ignora la verdad”. No salía la niña de sus cavilaciones cuando su padre inició el relato.

Caperucita Amarilla solía llevar sus cabras a pastar. Y mientras las cabras comían ella contaba las aves que atravesaban el cielo hacia el norte. Eran tantas, pero tantas aves, que con frecuencia la pequeña perdía la cuenta. Sabía la mamá por qué ocurría eso: Caperucita aún no sabía contar más allá de un cierto número, diez, o quizá cien. Pero qué podía reprochársele a la niña si apenas excedía los dos años y medio de edad... Ya aprendería ella a contar sin límites. Y cuando transcurrió un año más aprendió a contar hasta mil, que era más que las aves que volaban diariamente de sur a norte. Entonces sí, cada día decía el número de pájaros que habían surcado el cielo en esa dirección.

Todo esto le era relatado por su padre a Caperucita, que escuchaba con particular atención. Porque de acuerdo a lo que le habían advertido, dudaba la niña si la que contaba las aves del cielo era la Caperucita real o la del espejo que en medio de la vida duplica todo lo que ocurre. Aguardaba una señal, un dato, un fallo en el relato para averiguar la verdad. “Porque debe haber manera de saber quién es quién en cada momento. ¿Cómo puedo dudar si yo soy la que ahora escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? ¡Qué lío! ¿Por qué a mi padre se le habrá ocurrido relatarme este cuento precisamente? ¿Porqué así, papá?”.

Y un día, continuó el padre, ocurrió que el prado donde la niña pastaba sus cabras estaba cubierto de niebla, tal que si extendías la mano apenas podías ver tus dedos. “Detente, detente ahí papá y por un momento no sigas con el relato. Detente porque siendo que la niebla lo cubre todo, el espejo que está en medio de la vida no puede reflejar a la verdadera Caperucita. Ahora mismo viajaré hasta el cuento y podré saber la verdad. Pero tú, papito, no sigas con el relato porque si avanzas ya no sabré cómo regresar contigo. Detén la historia hasta que vuelva. Adiós...” Y desapareció la niña.

En medio de la pradera se encontró Caperucita rodeada de blanca y apretada niebla. Miró aquí y allá. Tanteó en la blancura del aire y no vio a nadie. “A quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la que escucha el cuento y también la del espejo”. Y se encontró con que el sol aún débil de la mañana despejaba la niebla y poco a poco se hacían visibles las cabras y los árboles, el prado y las montañas. Miró con sus ojos y también con su entendimiento y su corazón y creyó que todo cuanto veía era el reflejo de un gran espejo. Eso vio Caperucita, que un espejo muy grande le mostraba la vida. Y recordando lo que su padre le había dicho miró y miró, buscó y buscó dentro del espejo para hallar su imagen. Y no la halló. Presa ya de cierto desencanto caminó la pequeña con sus brazos extendidos hacia adelante en procura de tocar el espejo. Y cuando hubo andado un breve trecho vio a su mamá y a su papá y a las cosas que había dejado y se sentó junto a ellos. Papá continuó el relato a partir del punto mismo en que se había detenido.

Y lo que le fue dicho a la niña ya no recuerdo, lector. Si tú quieres, cuando la hallemos en otro cuento, le preguntaremos a Caperucita el final*.

“¿Cómo puedo dudar si soy yo la que escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada?” Sólo una niña, un poeta o un filósofo pueden inquirir de este modo acerca del tiempo y de la conciencia. Porque quienes no siendo sabios hemos cancelado las dudas, quienes en busca de refugio hemos edificado certezas, tenemos por virtud lo que no es tal. La niña de nuestra historia fue a buscar la verdad porque sabía que no sabía. Y a su regreso fue humilde, más aún de lo que había sido hasta entonces, que en eso hay virtud y no en la presuntuosidad del que cree que sabe.

La vida está hecha de evanescencias, de falsas certezas, a lo más de meras sospechas. Por eso en su aventura viajera la niña no pudo tocar el espejo, no pudo develar el misterio. Claro, no sabía Caperucita que antes de ella ya Sócrates sabía que no sabía.

En premio a su osadía un mendrugo, sólo uno le había sido dado a la niña en el banquete de la verdad: “A quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la que escucha el cuento y también la del espejo”.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita con alas

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Nunca usaba capucha, pero la nombraban Caperucita porque siempre pedía que le contaran esos cuentos. Y así lo hacía su papá cada noche después de la faena diaria. Caperucita va, Caperucita viene. Caperucita come, Caperucita ríe. Así es como todos la conocían por este nombre. También la llamaban Caperucita con Alas, y pronto sabrás por qué.

Pedía que le contaran cuentos, sí. Y algunas veces ella misma les contaba a otros niños los de su propia invención. Reunidos en el jardín de su casa, bajo la sombra del ciruelo que se erguía a la vera del arroyo, contaba Caperucita sus cuentos; y su voz, ora dulce, ora intrigante, vencía el murmullo del agua. Su mamá, sentada un poco más allá sobre la hierba fresca, escuchaba gozosa los relatos de la hija.

No hace mucho tiempo –inició este relato Caperucita- me ocurrió lo que ahora voy a relatarles. Presten atención a cuanto diga de ahora en más porque me fue concedido decir esta experiencia por una sola vez, que será ésta. Luego ya no hablaré de ella. Ustedes podrán contarla si les place, pero yo no.

En la primavera pasada paseaba yo por el bosque con mi canasto al brazo, juntando flores para mi mamá. De pronto una calandria se me acercó y con su pico cortó una hermosa flor que colocó en el canasto, junto a las otras. Luego revoloteó sobre mi cabeza como invitándome a volar con ella. La seguí con la mirada y ella volaba en redondo sobre mí. Por momentos hacía figuras en el cielo, se acercaba y se alejaba graciosamente y planeaba sin alejarse, siempre al alcance de mi vista. Diría que algunas veces al alcance de mi mano. Miraba yo extasiada a la calandria y no tardé en comprender que ella quería volar conmigo. ¿Volar? ¿Yo, que no soy ave? ¿Cómo podría? Y no sé cómo, lo ignoro, sentí de pronto que todo mi cuerpo se volvía leve, que mis pies se despegaban del suelo y que volaba. Junto a la calandria que me dio una flor para mi madre, volaba. No hacía ningún esfuerzo, no aleteaba como mi compañera. Sólo volaba. Juntas describíamos círculos en el cielo sobre las copas de los árboles, caíamos en picada y de pronto volvíamos a elevarnos. Ignoro cuánto duró aquel vuelo, pues en esa circunstancia no tenía noción del tiempo. Sé que en nuestro vuelo traspasamos una nube blanca que pendía del cielo azul y que tras esa nube pude ver un jardín repleto de flores. Entonces la calandria y yo, ella con su pico y yo con mis manos, recogimos más flores para mi mamá hasta llenar el canasto que aún pendía de mi brazo. “Mamá -dije entonces y el pájaro me oyó- tendrás flores del cielo y de la tierra para adornar la mesa en nuestra cena de hoy.

Ya les dije que ignoro el tiempo transcurrido, pero recuerdo aquellas sensaciones que, sin embargo, no sé describir. Era yo quien volaba y no tenía dudas de ello. Pero el ave, la calandria… quién era la calandria no lo supe. Quizá era ella por sí misma y en sus fueros, quizá ningún símbolo deba buscar en ella. Ignoro, amigos, de verdad ignoro. Sólo sé que en un momento del vuelo, cuando planeábamos sobre la hierba verde de la pradera de Jacinto, oí la voz de mi madre que me llamaba desde lejos y pronto acudí para no afligirle. La calandria me acompañó en el regreso hasta que posé mis pies en tierra y volví a sentir el peso de mi cuerpo nuevamente. ¡Cuánto pesaba!

Le entregué a mi madre el canasto con las flores y no le conté lo del vuelo. Hasta hoy, hasta ahora mismo es un secreto entre el ave y yo. Y a ella, a la calandria no la vi nuevamente. No sé si ella me ha visto en sus vuelos desde el cielo.

Todo esto dijo Caperucita y calló. Atentos aguardaban los niños otras palabras que esclarecieran los hechos relatados. Pero no las dijo la niña. Sabía que era bastante, que no había más que decir, que ya había contado todo lo que podía decirse con palabras sobre ese hecho extraordinario.

“Dinos, Caperucita, ¿tenías alas cuando volabas?, ¿te sostuvo la calandria en tu paseo por el cielo?, ¿tuviste miedo de caer, acaso? ¿Es por esto que te llaman Caperucita con Alas? Ésta y otras preguntas hicieron los niños. Pero Caperucita calló y no respondió nada.

Quizá éste fue un sueño que la niña creyó veraz. Quizá su imaginación fecunda. Pero yo creo –no me preguntes por qué- que lo que la niña contó de verdad había ocurrido*.

Es ambicioso el hombre cuando busca la verdad y presuntuoso cuando cree haberla hallado. La verdad (así lo creo) no es de este reino y su conocimiento le ha sido vedado al hombre. Por eso, para mitigar el desasosiego de no hallarla, le ha sido concedida la ilusión, inasible desde luego, pero fecunda y confortante. De ahí que los niños son los afortunados dueños del cielo, del viento y de los misterios. Dueños también de un alma incontaminada por las contingencias de la adultez.

Y los poetas, ellos también son como los niños, alados sus sueños como su pluma. Y quien escribe música, y quien reproduce sobre la tela los colores de la luz o desnuda la diosa que guarda el mármol rústico. Y quien levanta su espíritu para hablar con Dios, y quien busca en sus adentros la chispa que la divinidad le ha regalado. También quien alza su copa para celebrar la vida. Ellos, como nuestra Caperucita, tienen alas para volar. Ellos, que no son pocos sobre la tierra, se saben hijos del Alfarero, venturosos transeúntes del universo.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito Ley 11723.

De cuando Jacinto vio a Caperucita en sueños

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Concluido el trabajo de ese día, ordenó sus herramientas en el granero y se refugió en el calor de la casa. Ya cansado, se dejó caer en el sillón-hamaca para descansar antes de preparar su alimento. Y ahí lo atrapó el sueño, blando y reparador. Jacinto entró en el mundo de sus adentros, de los duendes y de las ilusiones. Que me dijo cierto anciano centenario que es el mundo de verdad, no lo sé.

Lo que soñó Jacinto mientras la luna relevaba al sol en la custodia del cielo, eso te diré, lector, para que tú lo sepas y para que puedas contárselo a otros si quieres, porque así me autorizó el anciano. Repetiré sus mismas palabras para ser veraz.

La ladera de una montaña al oriente y un extenso valle al poniente, todo cubierto de verde. A un lado, los animales pastando o echados bajo el sol aún tibio del otoño incipiente. Más allá el arroyo que desciende de las cumbres y se hace río manso en el llano. Y del otro lado, hacia el norte, las tierras laboradas cubiertas de trigo ya maduro, amarillo, aguardando la cosecha. Era una tarde apacible en la que las aves aún no habían iniciado sus vuelos de regreso a los montes umbríos.

Y en medio de este cuadro –relató el anciano- Jacinto vio a una niña a lo lejos, caminando. Supo que era Caperucita y entonces, sin prisa, amarró el caballo al carro de paseo y aguardó a la niña. Harto sabía que a ella le gustaba pasear por el prado rodeándolo hasta alcanzar la orilla del río. Sabrás por qué, pronto sabrás por qué...

Caperucita le obsequió a Jacinto unos ricos dulces preparados por su mamá y sin más partieron en el carro. Se apearon a orillas del río, tal como te dije, y se ocultaron tras unas matas. Y después de aguardar algún tiempo volvieron a ver aquella escena: la luna desnuda emergía del río y danzaba al son de una música ligera. Danzaba y danzaba la luna sobre la ribera, mientras del cielo descendía el sol arropado en llamas, bebiendo el agua del río, sediento después de atravesar el espacio vacío. Danzaba y danzaba la luna sin cesar, y en su ir y venir parecía escapar de las lenguas de fuego que flameaban sin poder atraparla. Y al cabo de un tiempo cientos, miles de estrellas poblaron la ribera del río para presenciar la escena. Y vio Jacinto y vio también Caperucita, siempre ocultos detrás de las matas, que aquellas estrellas eran tan pequeñitas como cuando las observamos en el cielo.

Esta escena la veían Jacinto y la niña una y otra vez, cuando ella lo visitaba, siempre escondidos detrás de las matas, temiendo que su presencia acabara con el hechizo. Y te preguntarás, lector, cuánto duraba este ritual. No lo sé. Pero sé que en algún momento el sol comenzaba a retirarse, lentamente al principio, luego más deprisa. Se retiraba el sol hacia el poniente mientras la luna, también lentamente, dejaba de danzar. Y cuando el baile cesaba por completo desde el río iba elevándose la luna al el cielo, serena, despaciosamente. Pronto las estrellas también abandonaban la escena, retirándose cada cual a su sitio.

Jacinto me contó que cada noche el río conservaba en su memoria a la luna y a las estrellas. Y que él y la niña miraban esa memoria en el espejo del río. Pero al fin, para saciar su sed el sol bebía el agua y el anciano y la niña extraviaban la memoria en el lecho seco y rocoso. Por eso regresaban una y otra vez, para resarcirse del olvido.

“Dime –le preguntó Caperucita a Jacinto en sueños-, si yo danzara sobre el río, ¿quién danzará conmigo? ¿quién halagará mi porte y aligerará su espíritu hasta viajar al cielo? Dime si alguna vez el río guardará en su memoria mi rostro con capucha”. Y contestó Jacinto: “ven mañana y te daré la respuesta”.

Al siguiente día cuando arribó la niña, nuevamente el carro, nuevamente el camino, también la ribera del río. Pero no se escondieron tras las matas. Jacinto llevó a Caperucita hasta el agua misma y saltando de piedra en piedra le dijo que se detuvieran en una de ellas, la más prominente, en medio del sereno caudal. “Mira, pequeña, mira a tus pies la memoria del río. Mira y ve si te encuentras en ella”. Y mirando la niña sobre el agua vio su rostro, vio su capucha, vióse ella danzando con los pececillos que le hicieron cortejo. Así permaneció maravillada largo tiempo. Y Jacinto a su lado, en silencio. Hasta que al pronto elevó su mirada y dijo: “La luna, ¿no vendrá hoy la luna?”. “Hoy has venido tú a danzar sobre el río. No sé, Caperucita, si vendrá hoy la luna, y no lo creo. Acaso esté celosa. Quizá el río se enamoró de ti y lo sabe la luna”.

Despertó el soñador en este punto y vio que en su mano sostenía el frasco de dulces que recibió en su sueño y vio también que el caballo aún estaba amarrado al carro de paseo*.

Sueño y vigilia sólo difieren en el tiempo y el tiempo para Dios no existe. Sueño y vigilia son uno para Dios, eterno. ¿Por qué, entonces, habían de ser distintos para el hombre? Cierto que el hombre, finito, vive en el tiempo, pero es que la divinidad algunas veces le obsequia sus atributos. Así ocurre con los sueños. Por eso has de tenerlos por ciertos. Tal le ocurrió a Jacinto que lo supo al despertar con los dulces en su mano y el caballo amarrado. Mas no a Caperucita: “no sé si vendrá hoy la luna, y no lo creo. Acaso esté celosa. Quizás el río se enamoró de tí y lo sabe la luna”. Pero -¡ay!- la niña desdeñó el obsequio, salió de su escondite y se miró en el río. Desdeñó la niña el obsequio del cielo y envuelta en el tiempo inquirió en lo insondable. Y la luna, celosa, se ausentó ese día.

Así, en aras de aprehender el misterio perdemos el don divino de la inocencia. Y con ella también perdemos la magia y el encanto que anida en lo secreto. No es buena compañera la ambición en el sendero de la vida.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito Ley 11723.

Caperucita Azul

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Capuchita azul
de paño marino
ten a mi pequeña
tenla a tu abrigo.

Prométeme que no le contarás a nadie lo que voy a decirte ahora. Que lo guardarás celosamente para que no pierda su virtud. Callarás para protegerte tú y para proteger a Caperucita Azul. ¿De acuerdo?

Su capucha era azul, sí. Y era también de color rosa y esto último nadie lo sabía, a excepción de sus padres y de su abuelita. Lo sabían ellos y nadie más. Guardaban el secreto celosamente y creo que entre ellos mismos lo callaban, pues que jamás se referían al asunto. Pronto sabrás por qué.

Vivía en medio de un monte tupido, cerrado por la vegetación, con árboles centenarios. Ahí le estaba vedado el ingreso a quien no tuviera alas para volar. En ese lugar vivía Caperucita con sus padres y su abuelita, mamá de su mamá, y diariamente salían para buscar sus alimentos entre las hierbas y de los árboles, que luego la abuelita elaboraba preparándoles ricas comidas. Y eran dichosos en la espesura de aquel monte.

En cierta ocasión en que la niña quería comer unos dulces que no podían prepararse en casa, su papá partió hacia el pueblo para comprarlos. El pueblo estaba bastante lejos, de manera que la ida y el regreso llevaba todo un día. Transcurrió, pues, el día, la noche cubrió el monte y papá aún no regresaba. A medida que avanzaba la noche crecía la preocupación de las tres mujeres, reunidas en torno al fuego que ardía en el hogar. No habían probado bocado todavía. “Papá se ha demorado en exceso y en medio de esta oscuridad no podrá regresar por el monte. Aguardaremos un poco más”. Y aguardaban y se decían mutuamente sus temores y sus sospechas y papá no regresaba. Llegada la medianoche nadie dormía. La mamá alimentaba el fuego porque tal como eran los presagios nadie podría dormir. Por primera vez Caperucita se había negado a escuchar el cuento que su abuela le quiso contar. Y la anciana comprendió.

El alba sorprendió a las tres mujeres sentadas, esperando. “Ya es tiempo”, dijo Caperucita y se puso la capucha al revés. Apenas pudieron atisbar su color rosado cuando la niña desapareció. Así, desapareció sin más. Ya no vieron a Caperucita su mamá ni su abuelita. Pero no se sorprendieron porque sabían que esa era la propiedad del lado rosado de la capucha, la hacía invisible a la niña y le permitía atravesar el tupido bosque.

Aclaraba el día y ya se insinuaba el brillo del sol entre el follaje cuando la niña, ahora invisible, como te dije, traspuso los límites del monte y se internó en un gran laberinto de rocas que la naturaleza había edificado a un lado del Cerro Chico. Sabía que allí vivía un anciano ermitaño y que su padre jamás dejaba de visitarlo cuando iba al pueblo. Ahí encontró a su padre, asistiendo al anciano que había enfermado gravemente. Ya repuesto por los auxilios recibidos, el viejo miró a la niña. La vio porque habiendo hecho severas penitencias en su vida y siendo sabio y bueno como ninguno, tenía el don de ver lo invisible. Largo tiempo se miraron la niña y el anciano y qué se dijeron con sus miradas no se supo. Tampoco por qué se hizo visible Caperucita también a los ojos de su padre. Pero es cierto que el anciano besó a la niña en la frente y en ese momento se volvió azul su capucha de ambos lados. Y nunca más se volvió invisible la niña porque en el monte cerrado nada faltó desde ese día. Y una estrella descendió del cielo posándose en la copa del paraíso añoso bajo el cual estaba la casa de Caperucita. Las noches ya no fueron ciegas como otrora y el follaje de los árboles y las hierbas del monte brillaron. Esto hizo el anciano y se regresó en su ermita donde nunca nadie había ingresado. “Papito, por tu bondad, porque sanaste al ermitaño es que ahora tenemos una estrella y ya no es preciso que me vuelva invisible para hacer las tareas que Dios me ha encomendado. Papá, por ti...!”

Ya de regreso a casa, padre e hija relataron lo ocurrido. Concluido que hubieron el relato Caperucita le preguntó a su padre si había podido comprarle los dulces que tanto apetecía. Y estaba el padre por decir que no, que la atención del anciano se lo había impedido, cuando oyeron que la abuelita gritaba alborozada desde afuera de la casa: “Miren, aquí, vean este árbol que en una sola noche ha crecido. Y su fruto..., es increíble su fruto. Lo he probado y su sabor es igual que el dulce que tanto le gusta a nuestra Caperucita”.

No importan las mil discusiones sobre el bien. Ni las lucubraciones sesudas de los eruditos. ¿Importan las palabras más que el obrar, que la acción amorosa del hombre dirigida a los otros hombres y a cuanto lo rodea? Mirar con los ojos del alma, sin cálculo y con amor. Y hacer y dejarse hacer. Eso es el bien. Lo que es objeto de cálculo y de medida es cosa de otro reino. Y cuanto diga de aquí en más es palabra vacía.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito Ley 11723.

Caperucita Negra

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Mota cabecita
la piel de carbón
¿qué color, pequeña,
tiene tu ilusión?

En un pequeño, muy pequeñito pueblo al sur de Norteamérica nació la niña de nuestra historia de hoy. Y si los libros no la traen es porque el Consejo de Ancianos de aquel lugar así lo dispuso. Tú también, lector, sé respetuoso de esa decisión. De mi parte, sólo ahora lo relataré pues así me autorizó el Consejo, mas con cargo de guardar silencio después.

Le gustaba jugar a las escondidas y era muy hábil escamoteando su humanidad para que las otras niñas no la hallaran. Ahora entre unos arbustos espinosos que no osaban penetrar sus amiguitas, luego en la copa de un árbol frondoso desde cuyo follaje el sol encandilaba a quien mirara hacia arriba, más tarde a espaldas mismo del penitente, que buscaba siempre, siempre en lugares más lejanos. Y así, era siempre dificultoso hallar a Caperucita en las escondidas. Pero era durante la noche cuando resultaba más ardua la tarea, porque siendo negra, negrísima su piel, ningún haz de luz la delataba. Negra era también la capucha que usaba, por eso ignoro si la llamaban Caperucita Negra por la prenda o por el color de su piel.

También le gustaba entretejer fantasías, edificar ilusiones de diversa clase y montar en corceles para recorrer praderas y mundos remotos. Mundos azules y amarillos y rojos y verdes y de tantos colores que no sabía cuántos. Mundos fríos y cálidos, soleados y umbríos. Mundos eran los que la niña recorría en caballos briosos, que nunca nadie había osado visitar siquiera en sueños. Y fue en un mundo de esos que una ancianita más que centenaria le relató el cuento que era, mas o menos, así.

“Cierta vez una niña, morena como tú, acudió al semidios que habita en la ladera del monte sagrado para que le respondiera una pregunta que azuzaba su mente. Los adultos y los doctores le habían dicho que no obstante el negro color de su piel, su alma era blanca, tanto como las almas de las niñas blancas que pueblan el valle. ¿Por qué su almita no era negra como su piel? ¿Qué mal había en ello?

“La pequeña halló al semidios sentado a la sombra de un olivo, meditando. Se le acercó y aguardó en silencio para no importunarle. Así, sentada frente a él, esperó hasta que el ser divino levantó su cabeza. Era de tez negra como ella. Se miraron largo tiempo a los ojos sin decir palabra y al cabo habló el hombre y le dijo a la niña: ‘Tu alma, hija, es del mismo color de tu piel, pues nada malo hay en ello, o si quieres es blanca, o azul. No hay virtud en el color del alma o de la piel que te viste, mas sí en su transparencia.’ Tal fue lo que le dijo el semidios a la niña y la niña supo que era verdad. Y vio con sus ojos que aquel ser divino mudaba de color y ora era blanco, ora azul, ora amarillo y así sin cesar. Supo Caperucita Negra que ese era el mundo adonde nace el arco iris, adonde los colores mudan de continuo sin mudar la virtud ni los atributos de las personas y de las cosas”.

Dicho esto la ancianita se internó en un tupido bosque apoyada en un leño que oficiaba de bastón.
De regreso, los corceles se detuvieron en un mundo amarillo para saciar su sed y tomar aliento, mientras la niña sacó de su alforja una extraña flor negra... Sí, negra (los cuentos, lector, tienen estas cosas) y la entregó a un labriego que en ese momento había detenido a sus bestias para descansar y secar el sudor de su frente. El labrador tomó la flor y así como la hubo en sus manos, como por magia la flor mudó su color tornándose amarilla, color de esa tierra. Pero Caperucita no se sorprendió, porque habiendo escuchado lo que le fue dicho en el mundo del arco iris, ya era poseedora del secreto de los colores.

Partieron corceles y niña y después de totarr por mundos de diferentes colores, antes del atardecer arribaron a un mundo enteramente diferente de los otros: era el mundo transparente, morada de Dios. Solos y desatados sus arneses, los animales corrieron por los prados hasta tornarse invisibles. Y Caperucita misma ya no fue negra, ni blanca, ni amarilla, ni de color alguno y sintió que de pronto se aligeraba su peso y que una brisa tibia la envolvía abrazándola y acariciándola con indecible dulzura.

Caperucita permaneció en este trance un tiempo imposible de precisar, hasta que de pronto tuvo deseos de jugar. Jugar quería la niña su juego preferido, pero no podía hacerlo ahí. Porque siendo de transparencias el mundo aquel, no había modo de esconderse ni encontrarse. ¿Tras de qué? ¿Ocultarse cómo? Hallarse era imposible. Pero quería jugar la niña su juego predilecto.

¿Quién conoció aquel deseo? ¿De qué modo ocurrió aquello? Nunca se supo. Pero al pronto se encontró Caperucita Negra en su pueblito, junto a sus amigas, jugando a las escondidas detrás los setos y las rocas y bajo las matas, de diferentes colores cada uno.

Mi ilusión ahora
no tiene color
ella es incolora
no siente dolor.

Las distinciones y diferencias habidas entre los hombres por causa de su color, riqueza, rango u otra condición son injustas y lastiman más que un cuchillo; y vienen siempre, siempre de la ignorancia. Que no es la ausencia de conocimiento libresco ni de ilustración, sino de amor y de compasión. No es éste el lugar para recordar las muchas desventuras vividas por el hombre a causa de las discriminaciones, pero sí lo es para insistir, como lo hizo el semidios de nuestra historia, que “no hay virtud ni defecto en el color del alma o de la piel que te viste, mas sí en su transparencia”.

Es a la verdad que no puedes contradecir, decía el filósofo a su discípulo. Y de eso se trata. Porque piel, riqueza o título son vestiduras que ocultan el cuerpo, y el cuerpo mismo es vestido del alma. De suerte que toda distinción que hagamos será fruto de nuestra ignorancia, porque no vemos el alma y sus pliegues, que no nos pertenecen.

“Hallarse era imposible” en el mundo de transparencias, que es el mundo de la verdad. Y entonces regresó la niña a su mundo de colores, donde el acoso del tiempo perturba a los débiles. Pero aún aquí y ahora podemos atisbar el alma a través de su ventana de amor y comprender el mensaje. Que así sea.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita Mamá

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Que el título no te sorprenda, lector, porque Caperucita no tenía edad para ser, por su vientre, mamá. Lo fue por su imaginación, fecunda y rica como la de todos los niños de su edad. Te diré cómo ocurrió eso siempre que no lo divulgues, porque otro sería el mundo si después de saberlo todas las niñas fueran, así, mamás. Oye esto y silencio después.

La mamá solía acompañar a Caperucita en sus juegos, alentando sus fantasías. Porque es por el juego y las ilusiones que los niños aprenden a ser libres y buenos. Madre e hija compartían su tiempo y daban vuelo a su imaginación habitando un mundo de duendes, príncipes y castillos; y también compartían algunos pesares. Era el de ellas un mundo visto desde ambos lados del llamado sentido común.

La niña repartía su tiempo entre juguetes, y de ellos prefería las muñecas y los peluches. Y no era para menos, porque éstos eran muy particulares, diferentes en mucho a otros de parecida clase. Mira si no y dime después. Armaba Caperucita una habitación con cartones y elementos de colores, disponiéndola según su gusto y sus ocurrencias de cada día. En torno a un cubo que oficiaba de mesa sentaba a dos de sus muñecas, cuyas cabecitas había vestido con capuchas, llamando a una Caperucita Anaranjada y a la otra Caperucita Limón, pues que estos eran sus colores. Y al pié de la mesa sentaba a su negro, negrísimo perro que había bautizado Bono.

Todo dispuesto y en orden, un cuadrito en esta pared, un ropero arrimado a la otra, sillones y otros muebles de reducido tamaño, comenzaba a relatarles cuentos a sus muñecas y a su perro. Se extendían los cuentos según fuera cada historia y al cabo de algún tiempo ambas caperucitas comenzaban a cobrar vida. Movían primero sus ojitos escudriñando aquí y allá para ver que nadie más había en la habitación, luego arreglaban sus vestidos y finalmente correteaban libremente bajo la amorosa vigilancia de su madre, Caperucita también. Bono, alegre perrito que Dios se los dio, despertaba de su letargo de peluche y corría entre las niñas, ladrando algunas veces y haciendo travesuras otras. Caperucita era, en efecto, madre de Caperucita Anaranjada y de Caperucita Limón. Y este secreto lo compartía con sus padres.

Ahora comprendes, lector, por qué no pudiendo ser mamá por su vientre, Caperucita era mamá por su ilusión. Y por su amor. “Juguemos a la ronda”, pedía la niña color limón. Y a la ronda-ronda, tomados de las manos y de las patas, jugaban madre, hijas y perro alegremente. “Ahora a la rayuela”, y Bono se apartaba entristecido porque no podía hacerlo con sus cuatro patas. Eran juegos de maravilla. Soñar los propios sueños y después soñar la realidad. Era el mundo de Caperucita Mamá, que hasta cambiaba a sus hijas los pañales que mojaban de verdad, lavándolos luego cuidadosamente. Porque entonces no eran conocidos los pañales que se descartan.

“Mamá, dime mamá, mis hijas ¿tienen alma como yo? ¿Y un ángel que las guarde? ¿Y dolor de muelas, les duelen las muelas a ellas también?”. Y la madre hallaba respuestas acudiendo al corazón de niña que toda madre lleva adentro: “Tus hijas, Caperucita, tienen alma como tú. Les has dado una porción de tu propia alma, como yo misma te di a ti. Es por eso que laten juntos vuestros corazones y también por eso las amas tanto. El ángel que guarda de ti es el mismo que protege a tus caperucitas y que me ampara a mí. Y en cuanto a dolor, hija, tus pequeñas aún no tienen muelas y cuando las tengan sabrás la respuesta, mas no ahora. Guarda a tus hijas Caperucita Mamá, guárdalas en su caja para que descansen y a tu perro también. Ya es hora y también tú has de dormir.”

Pasaron los años y Caperucita creció. Fue adquiriendo hábitos y obligaciones que antes no conocía. La escuela, las tareas que su maestra pedía para mañana, la ayuda a su madre para hacer las compras y a su padre en la cosecha; todo esto distraía y ocupaba a Caperucita de tal modo que cada vez jugaba menos con sus muñecas, hasta que por largo tiempo dejó de hacerlo. Un mes o dos aguardaron las muñecas, inmóviles, a que llegara su mamá y les diera vida y les relatara historias y jugaran a la ronda y...

Y cierta mañana, cuando Caperucita se vestía en su cuarto, oyó un llanto. Prestó atención, miró aquí y allá y supo que el llanto venía de su caja de juguetes. Se acercó a ella, abrió la tapa y qué vio...! Sus muñequitas, sus hijas llorando. Enternecida y apenada mucho, les preguntó: “¿Por qué lloran? ¿Qué les ha ocurrido? ¿Dolor de muelas, tal vez?” Y fue la respuesta: “Mamá, mamita, hace ya tanto tiempo que permanecemos aquí, inmóviles, sin verte, sin mirar tu rostro y sin jugar contigo... ¿Acaso no nos amas ya?” Caperucita Mamá comprendió. Y lloró junto a sus hijas. La edad, los quehaceres diarios y su relación con los adultos la habían alejado de sus afectos y de sus ilusiones. ¿Cómo podía endurecer su corazón si ahí, al lado de su propio lecho, descansaban sus muñecas y su perro de peluche?

Vamos, Caperucita, despierta del letargo, mira la luz del día y sabrás que tus hijas quieren jugar bajo el sol y corretear entre las flores de tu jardín. Sueña, Caperucita, sueña y verás girar al mundo en la palma de tu mano. ¡Quita ya a tus hijas de la caja de juguetes y dales vida! ¡Levanta tu corazón y mira al mundo, mira la vida y sabrás que sólo es verdadera la ilusión y que las cosas tangibles son sombras, no más!

Y fue a partir de ese día que comprendió Caperucita Mamá. Y sacó a sus muñecas y a su perro peluche de la caja. Y con ellos desnudó su corazón y fue, otra vez, mamá de sus niñas e hija de sus sueños alados.

La ilusión siempre es más rica que la razón. En el mundo de los sueños y de las fantasías el hombre encuentra lo valioso de sí. Ahí están sus anhelos y su conciencia primera, incontaminada. Ahí habitan los niños que fuimos, junto con las generaciones que partieron y las que aún no arribaron. A ti te digo ahora, lector, “vamos, despierta del letargo, mira la luz del día” que opacó tu trajinado andar por la vida. Despierta de una vez. Y ya despierto, “sueña y verás girar al mundo en la palma de tu mano” Puedes ser padre e hijo, príncipe y vasallo, amante y amado, porque en el infinito universo de tu inocencia eres capaz de todo, sin capataces ni deberes que cercenen tus anhelos. ¿O desdeñas el regalo de semejarte a Dios?

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita de los pinceles

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Es fácil saber que la llamaban así porque frecuentemente estaba con sus pinceles, pintando con diferentes colores cuanto nacía de su imaginación. Lo hacía sobre una pared blanca de su cuarto. Siempre, siempre sobre la misma pared, sin que ninguna de sus pinturas malograra la anterior. Ya verás por qué, lector, sabrás la causa de ello y guardarás secreto, porque es preciso conservar el orden en el mundo y si revelas lo que te diré puede que se altere. ¿Prometido?

Cierta vez un caminante cayó sobre el camino, extenuado por el cansancio y el hambre. Quizá muriera de no haberlo encontrado Caperucita en uno de sus paseos. Lo ayudó a levantarse y apoyado un poco en ella y otro poco en una vara, llegó el caminante a la casa de Caperucita, donde ésta le prodigó toda clase de auxilios dándole alimento y ofreciéndole su propia cama para descansar. La pequeña encendió leña para que el enfermo no se enfriara durante la noche y fue ella a dormir al granero, junto a los cabritos. Pasó esa noche y todo el día siguiente y su noche. Y cuando el hombre se hubo repuesto quiso expresarle su gratitud a la niña. Pero ¿cómo hacerlo en medio de su pobreza? Pensó en ello halló la solución. Sacó de su alforja unos pocos pinceles y algunos colores que aún conservaba de mejores tiempos y le enseño a Caperucita a pintar. Niñas correteando, labradores sembrando sus mieses, madres amamantando a sus hijos, ancianos relatándole historias a sus nietos. Todo esto y aún más le enseñó a pintar el caminante a la niña. Animales abrevando en el arroyo, flores multicolores esparcidas sobre los prados y más, mucho más.

Le enseñó a preparar diferentes colores con las plantas y tierras del lugar, y cuando ella hubo aprendido tanto como él mismo, partió para seguir su camino por la cintura del mundo, no sin antes advertirle: “Caperucita, has aprendido a pintar y he visto que es hermoso lo que haces. Debes saber también que todo lo que pintes dejará de ser tuyo apenas lo hayas terminado, saldrá de su lugar y recorrerá los valles y las montañas, los campos y los mares y poblará el mundo. Estos pinceles que te obsequié llegaron a mis manos durante un sueño. Sí, soñaba yo cierta vez que un anciano de cabellos y barba blancos como la nieve los ponía en mis manos, y cuando desperté aún conservaba los pinceles conmigo. Con ellos has pintado y seguirás pintando después de mi partida”.

Tan pronto se fue el caminante, Caperucita advirtió que todo cuanto había pintado hasta entonces ya no estaba. Blancas las telas, las láminas y los muros, las pinturas se habían esfumado...

Sobre la pared enteramente blanca de su cuarto, pintó la pequeña una escena con tres niños jugando con un potrillo azul. De vivos colores, era muy hermoso el cuadro. Y cuando lo hubo terminado, vio con sorpresa que los personajes del cuadro comenzaban a moverse hasta cobrar vida y alejarse trasponiendo la puerta. Increíblemente la pared volvía a estar blanca, sin rastros de pintura, como antes. Al siguiente día pintó sobre la misma pared a una anciana durmiendo serenamente, con un tejido inconcluso caído a su lado. Apenas dado el último retoque, despertó la ancianita pintada, se incorporó tomando el tejido inconcluso y se retiró tejiéndolo.

Hombres, mujeres y niños, como así también animales, ríos y aves pintó Caperucita en el muro blanco de su cuarto. Y al terminarlos, siempre, siempre los personajes cobraron vida y se fueron, cada quien en diferente dirección. También del río fluyó abundante agua que confluyó en otro río mayor, hasta encontrar el infinito mar.

Al cabo de algún tiempo Caperucita se acostumbró a que siempre ocurriera así con sus pinturas. Y como en ocasiones, durante sus paseos por el pueblo cercano vio a los personajes nacidos de sus pinceles, comprendió las palabras del caminante y supo que cuanto pintara sobre el muro blanco de su cuarto debía ser bueno y bello. Porque sus pinturas poblarían esas tierras y quizás el país entero. Y hasta el mundo. No sabía.

Cierta vez ocurrió que después de la siembra no llovió en aquella comarca, corriendo riesgo los labradores de perder sus cosechas. Entonces Caperucita recogió sus pinceles y sus colores y pintó sobre el muro los campos sembrados cubiertos por oscuros nubarrones. Y saliendo del cuarto las nubes cubrieron el cielo del lugar y los aldeanos vieron con alegría caer el agua salvadora.

Estos y otros prodigios vinieron de los pinceles de nuestra Caperucita. Sabía ella que pintando podía cambiar la suerte de los hombres y mujeres. Y lo hizo, mas con prudencia. Porque comprendió que de excederse en estos prodigios conduciría a las personas a la pereza y al abandono de sí. ¡Pesada carga para una niña pequeña que como otras de su edad quería jugar y correr y vivir alegremente! Y fue así como cierta noche la niña soñó que obsequiaba sus pinceles a un muchachito desconocido de un poblado lejano. Y hete aquí que cuando despertó corrió Caperucita a ver sus pinceles, pero en vano, porque ellos ya no estaban en la caja de cedro donde solía guardarlos. Y los colores tampoco estaban.

Pero aún así los pobladores de aquel lugar, ignorantes de lo ocurrido, siguieron nombrándola como de costumbre, Caperucita de los Pinceles.

Ya despidiéndome, lector, quiero decirte algo que aprendí de Mariel. Fue unos diez años después de relatarle estos cuentos que ahora escribí para que tú los vieras. Me dijo: “Papá, si te gusta, hazlo”. Pregunté por qué y ella me contestó: “Porque si no lo haces te pondrás triste”. Y esta enseñanza me ha guiado desde entonces y me ha ayudado a ser feliz.

Hoy, transcurridas décadas desde entonces, comprendo la importancia de hacer lo que gustamos. Pero..., hay un pero. Hacerlo nos dará felicidad, sí, a condición de que sea bueno. De otro modo no seremos felices, porque serán censores nuestra propia conciencia y las leyes y las reglas divinas y humanas. Y la sociedad toda y nuestros padres e hijos y...

Querer lo justo, gustar lo bueno, en eso hay virtud. Y si alguna vez temo no ser virtuoso en mi acción, me detendré y, como Caperucita, dejaré los pinceles para que alguien con el alma más joven, alguien no fatigado todavía los recoja y continúe la faena.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito ley 11723.

Caperucita y el Ararat

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Quizá este sea un módico homenaje a quien me enseñó a andar por la vida, quizá un obsequio a los niños que hoy acuden a las escuelas armenias del Río de la Plata. Una mera ejercitación de la nostalgia o un tributo a mi infancia, poblada de imágenes armenias. No lo sé. Pero sin duda es un empeño vano de querer ser el que ya no soy.

Quiso la fortuna que además de sus cuatro abuelos Agustina también conociera a su bisabuelo Kalust, abuelo de su mamá. Y que antes de partir él le relatara la historia que ahora voy a decirte. Procuraré que las palabras del bisabuelo lleguen a ti tan fielmente como me sea posible. Escúchame, pues.

Caperucita vivía en las afueras de Erevan, capital de Armenia, antiguo país montañoso del Cáucaso sur. Ignoro cuántos años tenía, pero aún no iba a la escuela y si bien ya sabía todas las vocales del alfabeto, sólo conocía algunas consonantes, por lo que muy pocas palabras podía leer. Una de ellas, Ararat, la leía porque conocía las letras que repitiéndose la forman, y porque había insistido en aprenderla. Quería leer el nombre del monte que dominaba el paisaje de su ciudad y que era, también, su propio nombre. Porque tal era la fascinación que el monte ejercía sobre la niña que todos la conocían como Caperucita del Ararat.

Era la menor de ocho hermanos. Consentida y mimada de su familia, alimentaba su curiosidad con mil historias que le contaban todos. Todos, menos su padre. Él tallaba las piedras del lugar hasta encontrar las formas que atesoraban adentro; unas veces eran cruces bajorrelieve como las que sus antecesores habían hecho, otras veces figuras humanas, frisos para presidir las entradas de los templos e imágenes de hermosura sin igual que no tenían símil en la naturaleza. Y esa búsqueda paterna en el interior de la piedra ruda intrigaba a la niña tanto como las historias que le contaban. Su madre, como todas las madres del lugar, atendía las cosas hogareñas y preparaba los más ricos dulces de la comarca, el de nueces entre ellos.

Una fresca mañana de otoño estaba Caperucita sentada bajo el álamo mirando el monte de dos picos que se recortaba sobre el cielo azul. Su padre pulía una cruz de piedra y su madre ponía al sol los frutos que guardaría para el frío invierno del lugar. Sus hermanos estaban en la escuela y ella miraba el monte. Lo miraba y su imaginación revoloteaba entre las historias que le habían contado. Pedestal que la tierra le ofreció a los hombres para acariciar el cielo, puerto que hallaron los náufragos de la humanidad, faro sin custodio que ilumina ese lugar del mundo, desde el Mar Negro hasta el Caspio. Y Caperucita se durmió. Y soñó que miraba el monte, tal como había estado mirándolo antes, con el cielo diáfano de aquel día, con la brisa leve y fresca que acariciaba su rostro, y su padre puliendo la piedra y su madre secando frutos al sol. Si el sueño estaba copiado de la realidad o si la vigilia había sido una presciencia del sueño, nadie lo supo.

Las imágenes se sucedían, y el monte ahí, majestuoso, parecía esperar a la niña para recibirla en su regazo de piedra y elevarla hasta la cima. ¿Pero cómo haría Caperucita para llegar si un río se interponía entre ellos? Afanosamente quería ella llegar hasta el monte Ararat y ese era el más grande anhelo de su vida. Hasta que un avecilla se posó en su hombro y le habló así: “Yo te llevaré hasta la cima del monte, Caperucita. Abrázate a mí fuerte, muy fuerte, sujétame pero deja en libertad mis alas” Caperucita se sorprendió: “¿Cómo puedes tú, siendo tan pequeña, elevarme en tu vuelo y llevarme tan alto? Mira tu tamaño y mira el mío”. El ave la miró a los ojos y no dijo nada, pero Caperucita comprendió. Que no importa el tamaño del cuerpo ni el número de las cosas, que es la estatura del anhelo y la fortaleza del alma lo que da fuerza a las alas para llevarla tan alto, esto comprendió Caperucita. Y se aferró al cuello del ave que, batiendo sus alas, se elevó por los aires.

El paisaje de esas montañas la sobrecogió. Vistas desde el cielo eran hermosas, más aún que miradas desde el huerto de su casa. Serpenteadas por arroyos de márgenes verdes, semejaban laberintos de cuentos misteriosos. Y los hombres y las mujeres y los niños vistos desde el cielo... Todos mirando en la misma dirección, hacia el sur, hacia el Ararat, como en estado de oración, como penitentes irredentos, adoradores de aquel dios pagano.

Asida al ave, Caperucita volaba en dirección al monte y veía cómo quedaba atrás el río que le había puesto un cerco a sus anhelos. Volaba y veía que el monte estaba más y más cerca, era más y más nítido cada vez. Y cuanto más se acercaba a la cima mejor comprendía las mil historias que le habían contado. Caperucita vivía el tiempo en ambas direcciones. Antes y después eran un solo momento en su vida. Y cuando el ave posó sus patas en la cima del Ararat, Caperucita vio que el cielo que le había prometido el barbado sacerdote de su comarca no podía prodigarle el gozo que sentía ahí, en la cima del mundo, en el lugar donde descendió el elegido después de la ira divina. Miró la niña el paisaje que se ofrecía a sus ojos y no pudo más contener la emoción y lloró. Y entre los muchos peñascos que cubrían la cima vio uno pequeño y pulido. Lo cogió y como en un aleph vio en él todo el pasado y el futuro, vio que era luminoso el porvenir y que otra niña, en un tiempo no lejano, regresaría a la cima del Ararat. Pero no en el vuelo de un ave, como lo había hecho ella, sino caminando con sus pies.

De pronto Caperucita recordó a sus padres y a sus hermanos. Y para no afligirles quiso regresar sin más tardanza y le pidió al ave que nuevamente la llevara hasta el huerto. Así lo hizo el ave. Y cuando llegó vio a su padre puliendo la cruz de piedra y a su madre secando los frutos al sol. No supo la niña si aquello había ocurrido en la medida del tiempo. Miró al cielo y vio el monte de dos picos que se recortaba sobre el cielo diáfano y el sol que aún no había alcanzado el cenit. Tampoco supo Caperucita si aquello fue un sueño o de verdad el ave la había llevado hasta el arcano de sus anhelos.

Esto le contó el bisabuelo Kalust a Agustina antes de partir. Quizá para que lo atesore en su corazón, quizá para que se lo cuente a otros niños. Esto tampoco lo sé.

Quien se precia narrador no explica lo narrado, y su lector no tolera esa duplicación. Porque si escribió para lustrar su pluma autista toda explicación huelga, y si pudo transmitir con palabras las imágenes que lo habitan, con eso es bastante.

En lo que a mí respecta, aún sin tenerme por autista y sin desmerecer al lector, voy a exponerme al reproche. Porque tengo para mí que las palabras, que son los símbolos de las cosas, no tienen su mismo valor. Son su sombra, dibujan imperfectamente su perfil y se desvanecen tan pronto se apaga la chispa del ingenio, si es que lo hay, del autor o del lector. Las cosas están más allá de los sentidos. Quizá están a espaldas de los hombres, como lo quería Platón.

Pero cuando Caperucita mira el Ararat ve la realidad, porque hay una correspondencia entre esa montaña y su anhelo armenio. Una correspondencia perfecta que ha encarnado en ella a través de las generaciones. Su vida discurre en dos dimensiones: una hacia afuera, hacia el paisaje en cuyo cielo se recorta la montaña, y otra hacia adentro, hacia sus anhelos, adonde la misma montaña le llama a su regazo y a su cima. El sueño hace posible esta unidad entre la realidad y su símbolo.

Yo quiero que así lo vean los retoños armenios. Y creo que así lo quería el bisabuelo cuando le decía este cuento a Agustina. Un cuento que, por lo demás, lo contó de diferentes maneras durante toda su vida.

Hecho el depósito Ley 11723.