Cuentos para Agustina

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Vuelo a la ciudad de los pájaros

Cuando Agustina aprendió a reír, también aprendió a hablar con los pájaros en su lengua. Y fue hablando de variadas cosas que cierto día los pájaros la invitaron a conocer su ciudad. Sería un viaje que sólo Agustina y los pájaros podrían hacer y del que nadie más sabría.

Así, entonces, tan pronto como ella aceptó la invitación, comenzó el viaje. Los pájaros la tomaron con sus picos, uno de la falda, otro de la cinta de raso que ceñía su cintura, otros de las mangas de su blusa y de cada sitio apropiado y se elevaron por los cielos en dirección a un monte poblado de árboles añosos, arbustos de variada clase y flores de todos los colores. Un arroyo atravesaba el monte y en una hondonada había un lago de aguas quietas donde las aves tomaban baños en los días cálidos.

En los lugares más altos de los árboles solían reunirse para deliberar acerca de los asuntos públicos de su ciudad, y en los más bajos realizaban sus festivales, agasajaban a cada nuevo miembro que se unía al grupo y hacían unas fiestas muy divertidas y bulliciosas cada vez que de un huevo nacía un nuevo pajarillo. Y entre uno y otro sitio, a media altura entre el suelo y la cima de los árboles, estaban los nidos, construidos en las ramas firmes y en las horquetas, unos sobre otros. Era la ciudad de los pájaros que, a semejanza de la de los hombres, tenía las casas unas sobre otras. Edificios vegetales con nidos abiertos al cielo y con pisos tapizados de plumas y ramitas que abrigaban los huevos. Casas construidas en el verde fervor del follaje, con un paisaje de flores y de frutos que servían de alimento a los pájaros.

Y cuando hubieron recorrido toda la ciudad, visitando algunos nidos y participando de algunas reuniones con esos seres alados, Agustina pidió que la llevaran de regreso a su casa para no preocupar a sus padres. No sabía la pequeña que ese paseo había sido hecho más allá del tiempo y de las distancias. Pero los pájaros nada dijeron y sin más la llevaron volando hasta su casa.

El laberinto


Uno de los pájaros que la llevó de paseo por esa ciudad de árboles le contó a Agustina que cerca, muy cerca de su casa, había un laberinto. Quiso la niña conocerlo y montada sobre el ave llegó hasta allí. Vio que era un laberinto de caramelos dispuestos uno tras otro y que para internarse en él había que comer los caramelos. El pájaro la dejó en el principio del laberinto para que la niña iniciara sola la aventura de recorrerlo.

Agustina miró a derecha e izquierda, atrás y adelante, y pensó: “Ignoro si este laberinto guarda un premio para quien logre sortearlo o si el premio es el mismo recorrido, puesto que deberé comer los caramelos para internarme en él”. Y sin indagar más sobre el asunto, recogió el primer caramelo, lo comió, y sabiéndolo rico recogió el segundo y lo comió, y luego el tercero... Y así avanzó hasta llegar a una bifurcación. Caramelos hacia la derecha y caramelos hacia la izquierda, dudaba la niña qué camino tomar. Miró a unos y otros caramelos y vio que eran de la misma clase, y sin pensar más tomó por el camino de la diestra asumiendo el riesgo que siempre proponen los laberintos. Comió caramelos sin cesar y notó que lentamente el camino iba desviándose hacia la izquierda, siempre hacia la izquierda. Y de pronto se encontró con que ya no habían más caramelos. Dudó un instante, pero su curiosidad la llevó unos pasos más allá, adonde, según el plan de quien trazó ese laberinto, debería haber otro caramelo. No estaba ese caramelo, pero no tardó Agustina en advertir que había llegado al mismo sitio adonde el camino se bifurcaba. ¿Acaso había salido del laberinto? ¿Lo había resuelto la niña golosa comiéndoselo todo? Y si era así, ¿quién se habría comido el último caramelo, el que ella no halló?

Pensaba en estas cosas cuando de pronto vio un montón de ramas puestas unas sobre otras en el sitio exacto donde debía estar el caramelo ausente. Levantó las ramas una a una y vio que allí, debajo, había un pequeño envoltorio anudado con una cinta primorosa que remataba en un moño azul. ¡Sin duda era el regalo! Agustina supo que lo merecía y lo tomó para sí. Pero como estaba a punto de cerrarse la noche y sus padres podrían preocuparse por su ausencia, y como cierta vez había oído decir que los regalos no deben abrirse en la oscuridad, y como el pájaro que la llevó hasta el laberinto había regresado para llevarla a su casa, decidió partir sin más. Prefirió hacerlo correteando por los prados mientras el ave la guiaba volando bajito, al amparo de la poca luz que todavía regalaba el sol.

El premio del laberinto

Al día siguiente Agustina despertó más temprano que de costumbre para abrir el paquete y ver qué regalo le había deparado su dulce aventura de caramelos. Rápidamente tomó la leche y comió el exquisito pastel que mamá le había preparado y sin esperar más corrió al escondite donde había guardado el regalo. Deshizo el moño azul, desató el nudo y rasgó el papel con toda la curiosidad del mundo y vio el regalo: un espejo ovalado finamente enmarcado en plata labrada. Sin duda era el trabajo de un buen artesano. Sin duda había sido hecho para una ocasión especial. Sin duda guardaba algún enigma, como todos los espejos que se encuentran en los acertijos y en los cuentos.

Miró en su luna y vio a una niña de su edad, vestida con una blusa azul como la suya. La miró durante largo rato y la niña la miraba a ella. Agustina le sonrió, pero la niña no. Volvió a sonreírle Agustina, y entonces sí, la niña también sonrió. Agustina le tendió la mano como hacen las niñas cuando quieren pasear juntas con su amiguita, y la niña tomó la mano y, abandonando el espejo, fue a la casa de muñecas que su abuelo le había hecho bajo el nogal. Y allí jugaron y jugaron hasta que el sol las miró de arriba. Jugaron a la mamá y a las visitas, jugaron al hada y a la madrina, jugaron a ser Caperucita azul y Caperucita con alas. Y cuando fue justo el mediodía y el sol estaba en lo más alto del cielo, la niña volvió al espejo.

Agustina no la vio partir ni supo dónde estaba. Buscó aquí y allá, buscó afuera en el parque, también le preguntó a las muñecas adónde había ido la niña, pero no lo supo. Entonces vio el espejo que estaba en una mesa, vuelto hacia abajo; lo tomó y lo volteó para mirar su luna. ¡Y ahí estaba la niña, mirándola como ella misma la miraba! Le preguntó si volvería a jugar con ella y la niña no respondió, pero extendió su mano y le entregó un caramelo a Agustina. “Este –le dijo- es el caramelo ausente en el laberinto.”

El significado de las vocales

A muy temprana edad Agustina quiso aprender el alfabeto y qué significado tiene cada letra; quería saber la niña y le pidió a su abuelo que le enseñara. “Menuda cosa me pide Agustina -se preocupó el abuelo-, ¿cómo haré para enseñarle el significado de cada letra, si yo mismo no lo sé? ¿Quién me asistirá en tamaña empresa?”

Agustina le miraba esperando respuesta y el abuelo bien sabía que cuando las niñas preguntan no cejan en su propósito hasta alcanzarlo. Sabía también que cada pregunta está preñada de su respuesta y que sólo había que hallarla. Los libros no le dirían nada, los sabihondos a mano tampoco. Entonces miró atentamente a su nieta, sus manos y sus piecitos, sus movimientos y su espera; miró su mirada y ahí creyó encontrar la respuesta. Depuso su saber, desnudó su alma y dijo:

Hablaremos de las vocales porque ellas son las primeras voces que decimos cuando venimos a la vida. Comencemos, pues, con la a. La a es la luz, el día en su primera hora, la puerta abierta, la brisa y el frescor del viento. La e es la tarde, la calma de la siesta, el movimiento lento y el reloj de arena. La i es la alegría y la risa fácil, es la letra de los festivales. La o es la noche y la espera, y la u es la preocupación y el agobio.

Agustina escuchaba y quería separar las vocales para no confundir sus significados. Y recordando cada palabra que venía a su memoria, cada idea y cada gesto de los adultos cuando hablan, repetía para sí los dichos del abuelo: “La a es la luz y el viento, la b es la tarde y la quietud, la i es la alegría y la risa, la o es la noche y la u es el agobio”.

Abuelo, abuelo –dijo Agustina de pronto-, quiero la a, la e y la i. Y nada más. Quiero eliminar de nuestro habla la o y la u. Con las tres primeras vocales construiremos el alfabeto de ahora en más, que ellas sean las primeras voces que digan los niños cuando vienen a la vida. Pongámoslas en este orden: a, i, e. Y las consonantes, que me enseñarás mañana, que queden así, no hay cuidado con ellas si la luz, la alegría y la serenidad habitan nuestras palabras.

El abuelo quedó pensativo. ¿Cómo se construye un lenguaje con tres vocales? ¿Por qué la niña le proponía tamaña tarea? ¿Y si le pedía ayuda a su nietita para la empresa? Y se propuso hacerlo así en el próximo cuento.

Cavilaciones de la niña

Cuando al día siguiente recibió a la niña en su regazo, de inmediato el abuelo pronunció su nombre, Agustina. Y también inmediatamente advirtió que ese nombre tan querido tenía una de las vocales que su nieta había querido abolir. Y que el papá de la niña, Mario, tenía en su nombre la otra vocal. Y también el abuelo y la abuela y el tío. Otras personas llevaban en sus nombres las letras o y u, todas ellas muy queridas y buenas y adorables. ¿Cómo podían ellas significar oscuridad y agobio?

Agustina vio en los gestos y en la mirada del abuelo estas preocupaciones y pensó: “¿Acaso debía ella cambiar su nombre y también cambiar los nombres de personas que le eran tan queridas? Aún más, las palabras ‘abuelo’, ‘hijo’, ‘tío’ tenían esas vocales. También las tenían palabras como ‘amor’, ‘caramelo’, ‘jugar’. ¿Cómo podían, entonces, abolirse?”

De estas cosas le habló Agustina a su abuelo, que pensaba y se afanaba en hallar respuesta. Y para descansar de sus cavilaciones salió con la niña en dirección al parque. En el camino un perro saludó a la niñita con su guau, los pajarillos le cantaron su pío-pío, un varoncito, al cruzarse, levantó su mano y le dijo chau, un payaso la miró desde un afiche pegado en la pared y, al llegar al parque, el calesitero la recibió obsequiándole la sortija.

De pronto Agustina dijo:

- Abuelo, abuelo... Si eliminamos la o y la u del alfabeto ya no tendré al perro amigo y nadie me dirá guau, se extraviarán los pajarillos y su pío-pío, no tendré amigos que me saluden chau, ni payasos ni calesitero ni sortijas.

Espera, hija –dijo el abuelo atribulado-, espera y no tengas preocupación por esas cosas porque nada de lo que es bello y bueno se extraviará. Tú juega y ríe y gira en la calesita. Quizá después hallemos la respuesta.

Sopa de letras

De regreso a casa, después de mucho corretear y de fatigar a los tigres y caballos de la calesita, Agustina y su abuelo regresaron a casa, donde los esperaba una sabrosa sopa de letras.

Ahí, en ese plato humeante, se habían congregado todas las vocales con su cortejo de consonantes, ahí estaba todo el universo de palabras, todas las historias narradas por los cuentistas más imaginativos. Ahí estaban el guau y el pío-pío y los nombres de mamá y del amigo. También estaba todo lo que antes fue dicho y todo lo que se dirá mañana.

Entonces Agustina miró a su abuelo y el abuelo la miró a ella. Y supieron que todas las respuestas estaban ahí, bajo sus propios ojos, y que sólo necesitaban ordenar las letras para hallarlas.