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“Me contarás mi historia, papá”, se apresuró la niña. Y el padre: “Has de saber, hijita, que en la vida hay un gran espejo, que como todos los espejos refleja lo que ocurre frente a él. Y bien, yo ignoro de qué lado del espejo ocurrió lo que ahora voy a relatarte, pero es preciso que si después de oír todo tú llegas a saberlo, guardes silencio y ese sea un secreto que no reveles a nadie”. Y a ti, lector, niño o adulto, te hago la misma advertencia: lo que relate de ahora en más será para ti y a nadie se lo contarás. Ni siquiera a mí mismo, porque al fin de la historia yo la habré olvidado.
Es asunto serio el del espejo. Y misterioso también. Frente a él ocurren cosas que se duplican fielmente, tal que no sabes cuál territorio es el de la realidad y cuál no. No hay modo de averiguarlo. Es más: los pensamientos, los sentimientos, las ilusiones y tantas otras cosas no se sabe de qué lado ocurren. Ignoro si importa saber esto, pero es verdad que Caperucita Amarilla sentía mucha curiosidad. Tanta que con sus preguntas le impedía al padre iniciar el relato. “Mira hija, ese es un misterio que no podrás esclarecer en las conversaciones, porque siendo uno de los grandes secretos de la vida su ciencia es intransferible. Y si algo descubres por ti misma, es preciso que no lo digas a nadie; ni siquiera nosotros, tu madre y tu padre. Dios así lo quiere. Sola develarás el misterio si es que esa gracia te ha sido concedida”. Pero la pequeña no podía dejar de preguntarse acerca del asunto y cuanto más hurgaba en su entendimiento tanto más le inquietaba el misterio. “¿Cuál seré yo en el relato que oiré de mi padre? ¿La Caperucita de cuál lado del espejo será la relatada? Una de ellas seré yo y la otra será mi reflejo, y no podré discernir una de otra. Ambas usamos capucha amarilla y mi propio padre ignora la verdad”. No salía la niña de sus cavilaciones cuando su padre inició el relato.
Caperucita Amarilla solía llevar sus cabras a pastar. Y mientras las cabras comían ella contaba las aves que atravesaban el cielo hacia el norte. Eran tantas, pero tantas aves, que con frecuencia la pequeña perdía la cuenta. Sabía la mamá por qué ocurría eso: Caperucita aún no sabía contar más allá de un cierto número, diez, o quizá cien. Pero qué podía reprochársele a la niña si apenas excedía los dos años y medio de edad... Ya aprendería ella a contar sin límites. Y cuando transcurrió un año más aprendió a contar hasta mil, que era más que las aves que volaban diariamente de sur a norte. Entonces sí, cada día decía el número de pájaros que habían surcado el cielo en esa dirección.
Todo esto le era relatado por su padre a Caperucita, que escuchaba con particular atención. Porque de acuerdo a lo que le habían advertido, dudaba la niña si la que contaba las aves del cielo era la Caperucita real o la del espejo que en medio de la vida duplica todo lo que ocurre. Aguardaba una señal, un dato, un fallo en el relato para averiguar la verdad. “Porque debe haber manera de saber quién es quién en cada momento. ¿Cómo puedo dudar si yo soy la que ahora escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? ¡Qué lío! ¿Por qué a mi padre se le habrá ocurrido relatarme este cuento precisamente? ¿Porqué así, papá?”.
Y un día, continuó el padre, ocurrió que el prado donde la niña pastaba sus cabras estaba cubierto de niebla, tal que si extendías la mano apenas podías ver tus dedos. “Detente, detente ahí papá y por un momento no sigas con el relato. Detente porque siendo que la niebla lo cubre todo, el espejo que está en medio de la vida no puede reflejar a la verdadera Caperucita. Ahora mismo viajaré hasta el cuento y podré saber la verdad. Pero tú, papito, no sigas con el relato porque si avanzas ya no sabré cómo regresar contigo. Detén la historia hasta que vuelva. Adiós...” Y desapareció la niña.
En medio de la pradera se encontró Caperucita rodeada de blanca y apretada niebla. Miró aquí y allá. Tanteó en la blancura del aire y no vio a nadie. “A quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la que escucha el cuento y también la del espejo”. Y se encontró con que el sol aún débil de la mañana despejaba la niebla y poco a poco se hacían visibles las cabras y los árboles, el prado y las montañas. Miró con sus ojos y también con su entendimiento y su corazón y creyó que todo cuanto veía era el reflejo de un gran espejo. Eso vio Caperucita, que un espejo muy grande le mostraba la vida. Y recordando lo que su padre le había dicho miró y miró, buscó y buscó dentro del espejo para hallar su imagen. Y no la halló. Presa ya de cierto desencanto caminó la pequeña con sus brazos extendidos hacia adelante en procura de tocar el espejo. Y cuando hubo andado un breve trecho vio a su mamá y a su papá y a las cosas que había dejado y se sentó junto a ellos. Papá continuó el relato a partir del punto mismo en que se había detenido.
Y lo que le fue dicho a la niña ya no recuerdo, lector. Si tú quieres, cuando la hallemos en otro cuento, le preguntaremos a Caperucita el final*.
La vida está hecha de evanescencias, de falsas certezas, a lo más de meras sospechas. Por eso en su aventura viajera la niña no pudo tocar el espejo, no pudo develar el misterio. Claro, no sabía Caperucita que antes de ella ya Sócrates sabía que no sabía.
En premio a su osadía un mendrugo, sólo uno le había sido dado a la niña en el banquete de la verdad: “A quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la que escucha el cuento y también la del espejo”.
* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.