Caperucita con alas

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Nunca usaba capucha, pero la nombraban Caperucita porque siempre pedía que le contaran esos cuentos. Y así lo hacía su papá cada noche después de la faena diaria. Caperucita va, Caperucita viene. Caperucita come, Caperucita ríe. Así es como todos la conocían por este nombre. También la llamaban Caperucita con Alas, y pronto sabrás por qué.

Pedía que le contaran cuentos, sí. Y algunas veces ella misma les contaba a otros niños los de su propia invención. Reunidos en el jardín de su casa, bajo la sombra del ciruelo que se erguía a la vera del arroyo, contaba Caperucita sus cuentos; y su voz, ora dulce, ora intrigante, vencía el murmullo del agua. Su mamá, sentada un poco más allá sobre la hierba fresca, escuchaba gozosa los relatos de la hija.

No hace mucho tiempo –inició este relato Caperucita- me ocurrió lo que ahora voy a relatarles. Presten atención a cuanto diga de ahora en más porque me fue concedido decir esta experiencia por una sola vez, que será ésta. Luego ya no hablaré de ella. Ustedes podrán contarla si les place, pero yo no.

En la primavera pasada paseaba yo por el bosque con mi canasto al brazo, juntando flores para mi mamá. De pronto una calandria se me acercó y con su pico cortó una hermosa flor que colocó en el canasto, junto a las otras. Luego revoloteó sobre mi cabeza como invitándome a volar con ella. La seguí con la mirada y ella volaba en redondo sobre mí. Por momentos hacía figuras en el cielo, se acercaba y se alejaba graciosamente y planeaba sin alejarse, siempre al alcance de mi vista. Diría que algunas veces al alcance de mi mano. Miraba yo extasiada a la calandria y no tardé en comprender que ella quería volar conmigo. ¿Volar? ¿Yo, que no soy ave? ¿Cómo podría? Y no sé cómo, lo ignoro, sentí de pronto que todo mi cuerpo se volvía leve, que mis pies se despegaban del suelo y que volaba. Junto a la calandria que me dio una flor para mi madre, volaba. No hacía ningún esfuerzo, no aleteaba como mi compañera. Sólo volaba. Juntas describíamos círculos en el cielo sobre las copas de los árboles, caíamos en picada y de pronto volvíamos a elevarnos. Ignoro cuánto duró aquel vuelo, pues en esa circunstancia no tenía noción del tiempo. Sé que en nuestro vuelo traspasamos una nube blanca que pendía del cielo azul y que tras esa nube pude ver un jardín repleto de flores. Entonces la calandria y yo, ella con su pico y yo con mis manos, recogimos más flores para mi mamá hasta llenar el canasto que aún pendía de mi brazo. “Mamá -dije entonces y el pájaro me oyó- tendrás flores del cielo y de la tierra para adornar la mesa en nuestra cena de hoy.

Ya les dije que ignoro el tiempo transcurrido, pero recuerdo aquellas sensaciones que, sin embargo, no sé describir. Era yo quien volaba y no tenía dudas de ello. Pero el ave, la calandria… quién era la calandria no lo supe. Quizá era ella por sí misma y en sus fueros, quizá ningún símbolo deba buscar en ella. Ignoro, amigos, de verdad ignoro. Sólo sé que en un momento del vuelo, cuando planeábamos sobre la hierba verde de la pradera de Jacinto, oí la voz de mi madre que me llamaba desde lejos y pronto acudí para no afligirle. La calandria me acompañó en el regreso hasta que posé mis pies en tierra y volví a sentir el peso de mi cuerpo nuevamente. ¡Cuánto pesaba!

Le entregué a mi madre el canasto con las flores y no le conté lo del vuelo. Hasta hoy, hasta ahora mismo es un secreto entre el ave y yo. Y a ella, a la calandria no la vi nuevamente. No sé si ella me ha visto en sus vuelos desde el cielo.

Todo esto dijo Caperucita y calló. Atentos aguardaban los niños otras palabras que esclarecieran los hechos relatados. Pero no las dijo la niña. Sabía que era bastante, que no había más que decir, que ya había contado todo lo que podía decirse con palabras sobre ese hecho extraordinario.

“Dinos, Caperucita, ¿tenías alas cuando volabas?, ¿te sostuvo la calandria en tu paseo por el cielo?, ¿tuviste miedo de caer, acaso? ¿Es por esto que te llaman Caperucita con Alas? Ésta y otras preguntas hicieron los niños. Pero Caperucita calló y no respondió nada.

Quizá éste fue un sueño que la niña creyó veraz. Quizá su imaginación fecunda. Pero yo creo –no me preguntes por qué- que lo que la niña contó de verdad había ocurrido*.

Es ambicioso el hombre cuando busca la verdad y presuntuoso cuando cree haberla hallado. La verdad (así lo creo) no es de este reino y su conocimiento le ha sido vedado al hombre. Por eso, para mitigar el desasosiego de no hallarla, le ha sido concedida la ilusión, inasible desde luego, pero fecunda y confortante. De ahí que los niños son los afortunados dueños del cielo, del viento y de los misterios. Dueños también de un alma incontaminada por las contingencias de la adultez.

Y los poetas, ellos también son como los niños, alados sus sueños como su pluma. Y quien escribe música, y quien reproduce sobre la tela los colores de la luz o desnuda la diosa que guarda el mármol rústico. Y quien levanta su espíritu para hablar con Dios, y quien busca en sus adentros la chispa que la divinidad le ha regalado. También quien alza su copa para celebrar la vida. Ellos, como nuestra Caperucita, tienen alas para volar. Ellos, que no son pocos sobre la tierra, se saben hijos del Alfarero, venturosos transeúntes del universo.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito Ley 11723.