Caperucita y el Ararat

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Quizá este sea un módico homenaje a quien me enseñó a andar por la vida, quizá un obsequio a los niños que hoy acuden a las escuelas armenias del Río de la Plata. Una mera ejercitación de la nostalgia o un tributo a mi infancia, poblada de imágenes armenias. No lo sé. Pero sin duda es un empeño vano de querer ser el que ya no soy.

Quiso la fortuna que además de sus cuatro abuelos Agustina también conociera a su bisabuelo Kalust, abuelo de su mamá. Y que antes de partir él le relatara la historia que ahora voy a decirte. Procuraré que las palabras del bisabuelo lleguen a ti tan fielmente como me sea posible. Escúchame, pues.

Caperucita vivía en las afueras de Erevan, capital de Armenia, antiguo país montañoso del Cáucaso sur. Ignoro cuántos años tenía, pero aún no iba a la escuela y si bien ya sabía todas las vocales del alfabeto, sólo conocía algunas consonantes, por lo que muy pocas palabras podía leer. Una de ellas, Ararat, la leía porque conocía las letras que repitiéndose la forman, y porque había insistido en aprenderla. Quería leer el nombre del monte que dominaba el paisaje de su ciudad y que era, también, su propio nombre. Porque tal era la fascinación que el monte ejercía sobre la niña que todos la conocían como Caperucita del Ararat.

Era la menor de ocho hermanos. Consentida y mimada de su familia, alimentaba su curiosidad con mil historias que le contaban todos. Todos, menos su padre. Él tallaba las piedras del lugar hasta encontrar las formas que atesoraban adentro; unas veces eran cruces bajorrelieve como las que sus antecesores habían hecho, otras veces figuras humanas, frisos para presidir las entradas de los templos e imágenes de hermosura sin igual que no tenían símil en la naturaleza. Y esa búsqueda paterna en el interior de la piedra ruda intrigaba a la niña tanto como las historias que le contaban. Su madre, como todas las madres del lugar, atendía las cosas hogareñas y preparaba los más ricos dulces de la comarca, el de nueces entre ellos.

Una fresca mañana de otoño estaba Caperucita sentada bajo el álamo mirando el monte de dos picos que se recortaba sobre el cielo azul. Su padre pulía una cruz de piedra y su madre ponía al sol los frutos que guardaría para el frío invierno del lugar. Sus hermanos estaban en la escuela y ella miraba el monte. Lo miraba y su imaginación revoloteaba entre las historias que le habían contado. Pedestal que la tierra le ofreció a los hombres para acariciar el cielo, puerto que hallaron los náufragos de la humanidad, faro sin custodio que ilumina ese lugar del mundo, desde el Mar Negro hasta el Caspio. Y Caperucita se durmió. Y soñó que miraba el monte, tal como había estado mirándolo antes, con el cielo diáfano de aquel día, con la brisa leve y fresca que acariciaba su rostro, y su padre puliendo la piedra y su madre secando frutos al sol. Si el sueño estaba copiado de la realidad o si la vigilia había sido una presciencia del sueño, nadie lo supo.

Las imágenes se sucedían, y el monte ahí, majestuoso, parecía esperar a la niña para recibirla en su regazo de piedra y elevarla hasta la cima. ¿Pero cómo haría Caperucita para llegar si un río se interponía entre ellos? Afanosamente quería ella llegar hasta el monte Ararat y ese era el más grande anhelo de su vida. Hasta que un avecilla se posó en su hombro y le habló así: “Yo te llevaré hasta la cima del monte, Caperucita. Abrázate a mí fuerte, muy fuerte, sujétame pero deja en libertad mis alas” Caperucita se sorprendió: “¿Cómo puedes tú, siendo tan pequeña, elevarme en tu vuelo y llevarme tan alto? Mira tu tamaño y mira el mío”. El ave la miró a los ojos y no dijo nada, pero Caperucita comprendió. Que no importa el tamaño del cuerpo ni el número de las cosas, que es la estatura del anhelo y la fortaleza del alma lo que da fuerza a las alas para llevarla tan alto, esto comprendió Caperucita. Y se aferró al cuello del ave que, batiendo sus alas, se elevó por los aires.

El paisaje de esas montañas la sobrecogió. Vistas desde el cielo eran hermosas, más aún que miradas desde el huerto de su casa. Serpenteadas por arroyos de márgenes verdes, semejaban laberintos de cuentos misteriosos. Y los hombres y las mujeres y los niños vistos desde el cielo... Todos mirando en la misma dirección, hacia el sur, hacia el Ararat, como en estado de oración, como penitentes irredentos, adoradores de aquel dios pagano.

Asida al ave, Caperucita volaba en dirección al monte y veía cómo quedaba atrás el río que le había puesto un cerco a sus anhelos. Volaba y veía que el monte estaba más y más cerca, era más y más nítido cada vez. Y cuanto más se acercaba a la cima mejor comprendía las mil historias que le habían contado. Caperucita vivía el tiempo en ambas direcciones. Antes y después eran un solo momento en su vida. Y cuando el ave posó sus patas en la cima del Ararat, Caperucita vio que el cielo que le había prometido el barbado sacerdote de su comarca no podía prodigarle el gozo que sentía ahí, en la cima del mundo, en el lugar donde descendió el elegido después de la ira divina. Miró la niña el paisaje que se ofrecía a sus ojos y no pudo más contener la emoción y lloró. Y entre los muchos peñascos que cubrían la cima vio uno pequeño y pulido. Lo cogió y como en un aleph vio en él todo el pasado y el futuro, vio que era luminoso el porvenir y que otra niña, en un tiempo no lejano, regresaría a la cima del Ararat. Pero no en el vuelo de un ave, como lo había hecho ella, sino caminando con sus pies.

De pronto Caperucita recordó a sus padres y a sus hermanos. Y para no afligirles quiso regresar sin más tardanza y le pidió al ave que nuevamente la llevara hasta el huerto. Así lo hizo el ave. Y cuando llegó vio a su padre puliendo la cruz de piedra y a su madre secando los frutos al sol. No supo la niña si aquello había ocurrido en la medida del tiempo. Miró al cielo y vio el monte de dos picos que se recortaba sobre el cielo diáfano y el sol que aún no había alcanzado el cenit. Tampoco supo Caperucita si aquello fue un sueño o de verdad el ave la había llevado hasta el arcano de sus anhelos.

Esto le contó el bisabuelo Kalust a Agustina antes de partir. Quizá para que lo atesore en su corazón, quizá para que se lo cuente a otros niños. Esto tampoco lo sé.

Quien se precia narrador no explica lo narrado, y su lector no tolera esa duplicación. Porque si escribió para lustrar su pluma autista toda explicación huelga, y si pudo transmitir con palabras las imágenes que lo habitan, con eso es bastante.

En lo que a mí respecta, aún sin tenerme por autista y sin desmerecer al lector, voy a exponerme al reproche. Porque tengo para mí que las palabras, que son los símbolos de las cosas, no tienen su mismo valor. Son su sombra, dibujan imperfectamente su perfil y se desvanecen tan pronto se apaga la chispa del ingenio, si es que lo hay, del autor o del lector. Las cosas están más allá de los sentidos. Quizá están a espaldas de los hombres, como lo quería Platón.

Pero cuando Caperucita mira el Ararat ve la realidad, porque hay una correspondencia entre esa montaña y su anhelo armenio. Una correspondencia perfecta que ha encarnado en ella a través de las generaciones. Su vida discurre en dos dimensiones: una hacia afuera, hacia el paisaje en cuyo cielo se recorta la montaña, y otra hacia adentro, hacia sus anhelos, adonde la misma montaña le llama a su regazo y a su cima. El sueño hace posible esta unidad entre la realidad y su símbolo.

Yo quiero que así lo vean los retoños armenios. Y creo que así lo quería el bisabuelo cuando le decía este cuento a Agustina. Un cuento que, por lo demás, lo contó de diferentes maneras durante toda su vida.

Hecho el depósito Ley 11723.