Caperucita Negra

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Mota cabecita
la piel de carbón
¿qué color, pequeña,
tiene tu ilusión?

En un pequeño, muy pequeñito pueblo al sur de Norteamérica nació la niña de nuestra historia de hoy. Y si los libros no la traen es porque el Consejo de Ancianos de aquel lugar así lo dispuso. Tú también, lector, sé respetuoso de esa decisión. De mi parte, sólo ahora lo relataré pues así me autorizó el Consejo, mas con cargo de guardar silencio después.

Le gustaba jugar a las escondidas y era muy hábil escamoteando su humanidad para que las otras niñas no la hallaran. Ahora entre unos arbustos espinosos que no osaban penetrar sus amiguitas, luego en la copa de un árbol frondoso desde cuyo follaje el sol encandilaba a quien mirara hacia arriba, más tarde a espaldas mismo del penitente, que buscaba siempre, siempre en lugares más lejanos. Y así, era siempre dificultoso hallar a Caperucita en las escondidas. Pero era durante la noche cuando resultaba más ardua la tarea, porque siendo negra, negrísima su piel, ningún haz de luz la delataba. Negra era también la capucha que usaba, por eso ignoro si la llamaban Caperucita Negra por la prenda o por el color de su piel.

También le gustaba entretejer fantasías, edificar ilusiones de diversa clase y montar en corceles para recorrer praderas y mundos remotos. Mundos azules y amarillos y rojos y verdes y de tantos colores que no sabía cuántos. Mundos fríos y cálidos, soleados y umbríos. Mundos eran los que la niña recorría en caballos briosos, que nunca nadie había osado visitar siquiera en sueños. Y fue en un mundo de esos que una ancianita más que centenaria le relató el cuento que era, mas o menos, así.

“Cierta vez una niña, morena como tú, acudió al semidios que habita en la ladera del monte sagrado para que le respondiera una pregunta que azuzaba su mente. Los adultos y los doctores le habían dicho que no obstante el negro color de su piel, su alma era blanca, tanto como las almas de las niñas blancas que pueblan el valle. ¿Por qué su almita no era negra como su piel? ¿Qué mal había en ello?

“La pequeña halló al semidios sentado a la sombra de un olivo, meditando. Se le acercó y aguardó en silencio para no importunarle. Así, sentada frente a él, esperó hasta que el ser divino levantó su cabeza. Era de tez negra como ella. Se miraron largo tiempo a los ojos sin decir palabra y al cabo habló el hombre y le dijo a la niña: ‘Tu alma, hija, es del mismo color de tu piel, pues nada malo hay en ello, o si quieres es blanca, o azul. No hay virtud en el color del alma o de la piel que te viste, mas sí en su transparencia.’ Tal fue lo que le dijo el semidios a la niña y la niña supo que era verdad. Y vio con sus ojos que aquel ser divino mudaba de color y ora era blanco, ora azul, ora amarillo y así sin cesar. Supo Caperucita Negra que ese era el mundo adonde nace el arco iris, adonde los colores mudan de continuo sin mudar la virtud ni los atributos de las personas y de las cosas”.

Dicho esto la ancianita se internó en un tupido bosque apoyada en un leño que oficiaba de bastón.
De regreso, los corceles se detuvieron en un mundo amarillo para saciar su sed y tomar aliento, mientras la niña sacó de su alforja una extraña flor negra... Sí, negra (los cuentos, lector, tienen estas cosas) y la entregó a un labriego que en ese momento había detenido a sus bestias para descansar y secar el sudor de su frente. El labrador tomó la flor y así como la hubo en sus manos, como por magia la flor mudó su color tornándose amarilla, color de esa tierra. Pero Caperucita no se sorprendió, porque habiendo escuchado lo que le fue dicho en el mundo del arco iris, ya era poseedora del secreto de los colores.

Partieron corceles y niña y después de totarr por mundos de diferentes colores, antes del atardecer arribaron a un mundo enteramente diferente de los otros: era el mundo transparente, morada de Dios. Solos y desatados sus arneses, los animales corrieron por los prados hasta tornarse invisibles. Y Caperucita misma ya no fue negra, ni blanca, ni amarilla, ni de color alguno y sintió que de pronto se aligeraba su peso y que una brisa tibia la envolvía abrazándola y acariciándola con indecible dulzura.

Caperucita permaneció en este trance un tiempo imposible de precisar, hasta que de pronto tuvo deseos de jugar. Jugar quería la niña su juego preferido, pero no podía hacerlo ahí. Porque siendo de transparencias el mundo aquel, no había modo de esconderse ni encontrarse. ¿Tras de qué? ¿Ocultarse cómo? Hallarse era imposible. Pero quería jugar la niña su juego predilecto.

¿Quién conoció aquel deseo? ¿De qué modo ocurrió aquello? Nunca se supo. Pero al pronto se encontró Caperucita Negra en su pueblito, junto a sus amigas, jugando a las escondidas detrás los setos y las rocas y bajo las matas, de diferentes colores cada uno.

Mi ilusión ahora
no tiene color
ella es incolora
no siente dolor.

Las distinciones y diferencias habidas entre los hombres por causa de su color, riqueza, rango u otra condición son injustas y lastiman más que un cuchillo; y vienen siempre, siempre de la ignorancia. Que no es la ausencia de conocimiento libresco ni de ilustración, sino de amor y de compasión. No es éste el lugar para recordar las muchas desventuras vividas por el hombre a causa de las discriminaciones, pero sí lo es para insistir, como lo hizo el semidios de nuestra historia, que “no hay virtud ni defecto en el color del alma o de la piel que te viste, mas sí en su transparencia”.

Es a la verdad que no puedes contradecir, decía el filósofo a su discípulo. Y de eso se trata. Porque piel, riqueza o título son vestiduras que ocultan el cuerpo, y el cuerpo mismo es vestido del alma. De suerte que toda distinción que hagamos será fruto de nuestra ignorancia, porque no vemos el alma y sus pliegues, que no nos pertenecen.

“Hallarse era imposible” en el mundo de transparencias, que es el mundo de la verdad. Y entonces regresó la niña a su mundo de colores, donde el acoso del tiempo perturba a los débiles. Pero aún aquí y ahora podemos atisbar el alma a través de su ventana de amor y comprender el mensaje. Que así sea.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito ley 11723.