Caperucita de los pinceles

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Es fácil saber que la llamaban así porque frecuentemente estaba con sus pinceles, pintando con diferentes colores cuanto nacía de su imaginación. Lo hacía sobre una pared blanca de su cuarto. Siempre, siempre sobre la misma pared, sin que ninguna de sus pinturas malograra la anterior. Ya verás por qué, lector, sabrás la causa de ello y guardarás secreto, porque es preciso conservar el orden en el mundo y si revelas lo que te diré puede que se altere. ¿Prometido?

Cierta vez un caminante cayó sobre el camino, extenuado por el cansancio y el hambre. Quizá muriera de no haberlo encontrado Caperucita en uno de sus paseos. Lo ayudó a levantarse y apoyado un poco en ella y otro poco en una vara, llegó el caminante a la casa de Caperucita, donde ésta le prodigó toda clase de auxilios dándole alimento y ofreciéndole su propia cama para descansar. La pequeña encendió leña para que el enfermo no se enfriara durante la noche y fue ella a dormir al granero, junto a los cabritos. Pasó esa noche y todo el día siguiente y su noche. Y cuando el hombre se hubo repuesto quiso expresarle su gratitud a la niña. Pero ¿cómo hacerlo en medio de su pobreza? Pensó en ello halló la solución. Sacó de su alforja unos pocos pinceles y algunos colores que aún conservaba de mejores tiempos y le enseño a Caperucita a pintar. Niñas correteando, labradores sembrando sus mieses, madres amamantando a sus hijos, ancianos relatándole historias a sus nietos. Todo esto y aún más le enseñó a pintar el caminante a la niña. Animales abrevando en el arroyo, flores multicolores esparcidas sobre los prados y más, mucho más.

Le enseñó a preparar diferentes colores con las plantas y tierras del lugar, y cuando ella hubo aprendido tanto como él mismo, partió para seguir su camino por la cintura del mundo, no sin antes advertirle: “Caperucita, has aprendido a pintar y he visto que es hermoso lo que haces. Debes saber también que todo lo que pintes dejará de ser tuyo apenas lo hayas terminado, saldrá de su lugar y recorrerá los valles y las montañas, los campos y los mares y poblará el mundo. Estos pinceles que te obsequié llegaron a mis manos durante un sueño. Sí, soñaba yo cierta vez que un anciano de cabellos y barba blancos como la nieve los ponía en mis manos, y cuando desperté aún conservaba los pinceles conmigo. Con ellos has pintado y seguirás pintando después de mi partida”.

Tan pronto se fue el caminante, Caperucita advirtió que todo cuanto había pintado hasta entonces ya no estaba. Blancas las telas, las láminas y los muros, las pinturas se habían esfumado...

Sobre la pared enteramente blanca de su cuarto, pintó la pequeña una escena con tres niños jugando con un potrillo azul. De vivos colores, era muy hermoso el cuadro. Y cuando lo hubo terminado, vio con sorpresa que los personajes del cuadro comenzaban a moverse hasta cobrar vida y alejarse trasponiendo la puerta. Increíblemente la pared volvía a estar blanca, sin rastros de pintura, como antes. Al siguiente día pintó sobre la misma pared a una anciana durmiendo serenamente, con un tejido inconcluso caído a su lado. Apenas dado el último retoque, despertó la ancianita pintada, se incorporó tomando el tejido inconcluso y se retiró tejiéndolo.

Hombres, mujeres y niños, como así también animales, ríos y aves pintó Caperucita en el muro blanco de su cuarto. Y al terminarlos, siempre, siempre los personajes cobraron vida y se fueron, cada quien en diferente dirección. También del río fluyó abundante agua que confluyó en otro río mayor, hasta encontrar el infinito mar.

Al cabo de algún tiempo Caperucita se acostumbró a que siempre ocurriera así con sus pinturas. Y como en ocasiones, durante sus paseos por el pueblo cercano vio a los personajes nacidos de sus pinceles, comprendió las palabras del caminante y supo que cuanto pintara sobre el muro blanco de su cuarto debía ser bueno y bello. Porque sus pinturas poblarían esas tierras y quizás el país entero. Y hasta el mundo. No sabía.

Cierta vez ocurrió que después de la siembra no llovió en aquella comarca, corriendo riesgo los labradores de perder sus cosechas. Entonces Caperucita recogió sus pinceles y sus colores y pintó sobre el muro los campos sembrados cubiertos por oscuros nubarrones. Y saliendo del cuarto las nubes cubrieron el cielo del lugar y los aldeanos vieron con alegría caer el agua salvadora.

Estos y otros prodigios vinieron de los pinceles de nuestra Caperucita. Sabía ella que pintando podía cambiar la suerte de los hombres y mujeres. Y lo hizo, mas con prudencia. Porque comprendió que de excederse en estos prodigios conduciría a las personas a la pereza y al abandono de sí. ¡Pesada carga para una niña pequeña que como otras de su edad quería jugar y correr y vivir alegremente! Y fue así como cierta noche la niña soñó que obsequiaba sus pinceles a un muchachito desconocido de un poblado lejano. Y hete aquí que cuando despertó corrió Caperucita a ver sus pinceles, pero en vano, porque ellos ya no estaban en la caja de cedro donde solía guardarlos. Y los colores tampoco estaban.

Pero aún así los pobladores de aquel lugar, ignorantes de lo ocurrido, siguieron nombrándola como de costumbre, Caperucita de los Pinceles.

Ya despidiéndome, lector, quiero decirte algo que aprendí de Mariel. Fue unos diez años después de relatarle estos cuentos que ahora escribí para que tú los vieras. Me dijo: “Papá, si te gusta, hazlo”. Pregunté por qué y ella me contestó: “Porque si no lo haces te pondrás triste”. Y esta enseñanza me ha guiado desde entonces y me ha ayudado a ser feliz.

Hoy, transcurridas décadas desde entonces, comprendo la importancia de hacer lo que gustamos. Pero..., hay un pero. Hacerlo nos dará felicidad, sí, a condición de que sea bueno. De otro modo no seremos felices, porque serán censores nuestra propia conciencia y las leyes y las reglas divinas y humanas. Y la sociedad toda y nuestros padres e hijos y...

Querer lo justo, gustar lo bueno, en eso hay virtud. Y si alguna vez temo no ser virtuoso en mi acción, me detendré y, como Caperucita, dejaré los pinceles para que alguien con el alma más joven, alguien no fatigado todavía los recoja y continúe la faena.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito ley 11723.