Caperucita Mamá

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Que el título no te sorprenda, lector, porque Caperucita no tenía edad para ser, por su vientre, mamá. Lo fue por su imaginación, fecunda y rica como la de todos los niños de su edad. Te diré cómo ocurrió eso siempre que no lo divulgues, porque otro sería el mundo si después de saberlo todas las niñas fueran, así, mamás. Oye esto y silencio después.

La mamá solía acompañar a Caperucita en sus juegos, alentando sus fantasías. Porque es por el juego y las ilusiones que los niños aprenden a ser libres y buenos. Madre e hija compartían su tiempo y daban vuelo a su imaginación habitando un mundo de duendes, príncipes y castillos; y también compartían algunos pesares. Era el de ellas un mundo visto desde ambos lados del llamado sentido común.

La niña repartía su tiempo entre juguetes, y de ellos prefería las muñecas y los peluches. Y no era para menos, porque éstos eran muy particulares, diferentes en mucho a otros de parecida clase. Mira si no y dime después. Armaba Caperucita una habitación con cartones y elementos de colores, disponiéndola según su gusto y sus ocurrencias de cada día. En torno a un cubo que oficiaba de mesa sentaba a dos de sus muñecas, cuyas cabecitas había vestido con capuchas, llamando a una Caperucita Anaranjada y a la otra Caperucita Limón, pues que estos eran sus colores. Y al pié de la mesa sentaba a su negro, negrísimo perro que había bautizado Bono.

Todo dispuesto y en orden, un cuadrito en esta pared, un ropero arrimado a la otra, sillones y otros muebles de reducido tamaño, comenzaba a relatarles cuentos a sus muñecas y a su perro. Se extendían los cuentos según fuera cada historia y al cabo de algún tiempo ambas caperucitas comenzaban a cobrar vida. Movían primero sus ojitos escudriñando aquí y allá para ver que nadie más había en la habitación, luego arreglaban sus vestidos y finalmente correteaban libremente bajo la amorosa vigilancia de su madre, Caperucita también. Bono, alegre perrito que Dios se los dio, despertaba de su letargo de peluche y corría entre las niñas, ladrando algunas veces y haciendo travesuras otras. Caperucita era, en efecto, madre de Caperucita Anaranjada y de Caperucita Limón. Y este secreto lo compartía con sus padres.

Ahora comprendes, lector, por qué no pudiendo ser mamá por su vientre, Caperucita era mamá por su ilusión. Y por su amor. “Juguemos a la ronda”, pedía la niña color limón. Y a la ronda-ronda, tomados de las manos y de las patas, jugaban madre, hijas y perro alegremente. “Ahora a la rayuela”, y Bono se apartaba entristecido porque no podía hacerlo con sus cuatro patas. Eran juegos de maravilla. Soñar los propios sueños y después soñar la realidad. Era el mundo de Caperucita Mamá, que hasta cambiaba a sus hijas los pañales que mojaban de verdad, lavándolos luego cuidadosamente. Porque entonces no eran conocidos los pañales que se descartan.

“Mamá, dime mamá, mis hijas ¿tienen alma como yo? ¿Y un ángel que las guarde? ¿Y dolor de muelas, les duelen las muelas a ellas también?”. Y la madre hallaba respuestas acudiendo al corazón de niña que toda madre lleva adentro: “Tus hijas, Caperucita, tienen alma como tú. Les has dado una porción de tu propia alma, como yo misma te di a ti. Es por eso que laten juntos vuestros corazones y también por eso las amas tanto. El ángel que guarda de ti es el mismo que protege a tus caperucitas y que me ampara a mí. Y en cuanto a dolor, hija, tus pequeñas aún no tienen muelas y cuando las tengan sabrás la respuesta, mas no ahora. Guarda a tus hijas Caperucita Mamá, guárdalas en su caja para que descansen y a tu perro también. Ya es hora y también tú has de dormir.”

Pasaron los años y Caperucita creció. Fue adquiriendo hábitos y obligaciones que antes no conocía. La escuela, las tareas que su maestra pedía para mañana, la ayuda a su madre para hacer las compras y a su padre en la cosecha; todo esto distraía y ocupaba a Caperucita de tal modo que cada vez jugaba menos con sus muñecas, hasta que por largo tiempo dejó de hacerlo. Un mes o dos aguardaron las muñecas, inmóviles, a que llegara su mamá y les diera vida y les relatara historias y jugaran a la ronda y...

Y cierta mañana, cuando Caperucita se vestía en su cuarto, oyó un llanto. Prestó atención, miró aquí y allá y supo que el llanto venía de su caja de juguetes. Se acercó a ella, abrió la tapa y qué vio...! Sus muñequitas, sus hijas llorando. Enternecida y apenada mucho, les preguntó: “¿Por qué lloran? ¿Qué les ha ocurrido? ¿Dolor de muelas, tal vez?” Y fue la respuesta: “Mamá, mamita, hace ya tanto tiempo que permanecemos aquí, inmóviles, sin verte, sin mirar tu rostro y sin jugar contigo... ¿Acaso no nos amas ya?” Caperucita Mamá comprendió. Y lloró junto a sus hijas. La edad, los quehaceres diarios y su relación con los adultos la habían alejado de sus afectos y de sus ilusiones. ¿Cómo podía endurecer su corazón si ahí, al lado de su propio lecho, descansaban sus muñecas y su perro de peluche?

Vamos, Caperucita, despierta del letargo, mira la luz del día y sabrás que tus hijas quieren jugar bajo el sol y corretear entre las flores de tu jardín. Sueña, Caperucita, sueña y verás girar al mundo en la palma de tu mano. ¡Quita ya a tus hijas de la caja de juguetes y dales vida! ¡Levanta tu corazón y mira al mundo, mira la vida y sabrás que sólo es verdadera la ilusión y que las cosas tangibles son sombras, no más!

Y fue a partir de ese día que comprendió Caperucita Mamá. Y sacó a sus muñecas y a su perro peluche de la caja. Y con ellos desnudó su corazón y fue, otra vez, mamá de sus niñas e hija de sus sueños alados.

La ilusión siempre es más rica que la razón. En el mundo de los sueños y de las fantasías el hombre encuentra lo valioso de sí. Ahí están sus anhelos y su conciencia primera, incontaminada. Ahí habitan los niños que fuimos, junto con las generaciones que partieron y las que aún no arribaron. A ti te digo ahora, lector, “vamos, despierta del letargo, mira la luz del día” que opacó tu trajinado andar por la vida. Despierta de una vez. Y ya despierto, “sueña y verás girar al mundo en la palma de tu mano” Puedes ser padre e hijo, príncipe y vasallo, amante y amado, porque en el infinito universo de tu inocencia eres capaz de todo, sin capataces ni deberes que cercenen tus anhelos. ¿O desdeñas el regalo de semejarte a Dios?

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito ley 11723.