Caperucita Verde

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Claro que ella vestía capucha verde...! No es preciso ser muy perspicaz para saberlo. Sin embargo no es de todos sabido que algunos la llamaban Caperucita del Mar.

Pero antes de relatarte lo que le ocurrió a esta niña, quiero advertirte que cuanto diga de ahora en más no lo repetiré, porque aún cuando de verdad ha acontecido, desde que lo diga yo mismo lo habré olvidado. De modo que atenta a esta historia de Caperucita Verde.

Cuando niña vivía a orillas del mar, en un pequeño pueblo de pescadores. Su padre también era pescador y diariamente se hacía al mar para echar las redes. Y como siempre ocurre en estos casos, al atardecer las barcas regresaban al modesto espigón del pueblo. Allí aguardaban esposas e hijos, hermanos y primos, tíos y sobrinos, y, entre ellos, también Caperucita con su mamá. Diariamente ocurría de este modo y diariamente cada pescador cargaba sobre sus hombros el producto de su faena, unas veces abundante, otras veces no tanto, para llevarlo al mercado concentrador.

No obstante esta rutina, cada partida parecía ser la primera y quienes quedaban en tierra eran prisioneros de cierta inquietud que crecía al atardecer, cuando desde en espigón esperaban hasta avistar las frágiles barcas. Y entonces era la alegría y el sosiego. Y así todos los días. Salvo, claro, cuando se avecinaba una tormenta o el mar estaba bravo. Entonces las familias, reunidas con papá en sus casas, aprovechaban para hablar de asuntos postergados o para reparar las redes y las ropas averiadas.

Caperucita Verde, Caperucita del Mar, niña dulce de ojos color miel, tenía un sueño. Un sueño secreto que nunca había revelado a nadie. Cada atardecer, cuando llegaba la barca de su padre, la niña acariciaba la esperanza de ver cumplido su anhelo. “¡Esta vez no! ¡Y esta otra... tampoco! ¡No... nuevamente!”. Día tras día, uno tras otro su anhelo incumplido...! “Pero será alguna vez será. Mi padre pescará un pececillo de oro que será para mí, que no enviará al mercado. Guardaré conmigo el pececillo de oro en abundante agua marina y vivirá en mi casa”. Soñaba Caperucita y esperaba... Esperaba soñando Caperucita del Mar.

Los días transcurrían y cada vez el padre partía con su barca para internarse en el mar. Y regresaba cada día y el regreso era para la dicha de la niña y de su madre que agradecían a Dios el haberles dado esa vida, vecinos de pescadores, amigos de las brisas, compañeros del sol. Y de las estrellas en las noches de calma. Hermanas de la luna en las noches claras, cuando ella miraba sobre el agua su rostro de plata. Los días transcurrían y la niña aguardaba.

Caperucita sabía reparar las redes con gran maestría. Y al hacerlo procuraba estrechar la distancia entre los hilos porque sabía que así no podría escurrirse el pez de oro, que como todas las cosas de oro imaginaba pequeño.

Fue en un atardecer de verano que la barca de su padre regresó primera entre todas. Y a su bordo el pescador alborozado agitando los brazos. La pequeña, que acababa de llegar al espigón, vio aquello con alguna inquietud, pero pronto se sosegó al advertir que su padre arribaba contento. “¡Un pececillo extraordinario, no visto nunca en este ancho mar! ¡Un pececillo de oro he capturado! ¡De oro, dorado, lo he capturado entre los otros! Y con vida lo traje inmerso en el agua. Caperucita, hija, mira el hermoso pez”. Saltó la niña a bordo y miró alborozada dentro del balde de pesado roble. Increíblemente, tal como lo había soñado cada día, ahí estaba el pececillo de oro, nadando y moviéndose vivamente en medio del agua. Y apenas pudo apartar sus ojos del pez miró intensamente a su papá. ¿Sabría él acerca de su sueño? ¿Habría sospechado siquiera algo? ¡Oh no, imposible, imposible! Sólo ella y Dios sabían aquello, un secreto que ella guardaba dentro de su corazón. Caperucita del Mar, la de los ojos color miel, ahora tenía su pececillo de oro. Ella misma lo desembarcó y fue a sentarse en la playa mirando y admirando sus tonos dorados, sus movimientos vivaces y su forma graciosa.

Arribaron los otros pescadores y descargaron sus presas. Todos se retiraron del muelle y la playa quedó desierta. Sólo Caperucita permaneció ahí, sentada sobre la arena, mirando al pez con particular dulzura. Diríase que dialogaba con él a través de sus miradas y de los reflejos dorados. No lo sé. Nadie lo sabrá jamás. Pero algo ocurría entre esos dos seres tan diferentes, algo indescifrable en medio de la playa.

Y llegada la noche se dibujó en el cielo la luna, brillante. Caperucita la vio cerca, más cerca que nunca, como si también ella quisiera ver al pececillo cautivo. Y habló esa vez la luna. Le habló a la niña en su oído, le besó el cabello que salía de la capucha y luego se fue alejando despacito, muy despacito hasta ocupar su sitio en el cielo. Caperucita se puso de pié, tomó el balde de roble y entró en el mar hasta que el agua mojó su vestido. Allí volteó el balde y el pececillo de oro regresó al mar. Esto hizo la pequeña sin vacilación y sin mirar que devolvía al océano infinito el objeto de sus sueños de siempre.

Ya entrada la noche regresó a su casa la niña, donde la aguardaban sus padres con la cena servida bajo la enredadera, que aún lucía las flores tardías de la primavera pasada. Y nadie habló del pececillo de oro, ni esa noche ni nunca después. Y no supo Caperucita Verde si aquello de verdad había acontecido. No lo supo Caperucita del Mar*.

Ciertamente, el hombre es privilegiado entre todas las especies. Porque si bien es verdad que unas gozan de ciertos atributos y otras gozan de atributos diferentes, la humana es la única especie que cuenta con la esperanza entre sus dones.

La esperanza es una ventana en el presente desde donde podemos atisbar el porvenir. Una proyección de la realidad sazonada con nuestros deseos. De ahí que con frecuencia solemos escapar de los rigores del presente para refugiarnos en la generosidad del porvenir deseado. “Pero será, alguna vez será, mi padre pescará un pececillo de oro”, se decía la niña mientras la suerte le era adversa, y esa esperanza alimentaba sus días. No importa que alguna vez el presente fuera hostil ni que, llegado el día soñado, debiera volver al condicionamiento del hoy y del ahora. Porque antes había conocido el dulce sabor de la espera.

Esperanza. Antídoto contra la adversidad y pócima infalible para asir la belleza y la alegría del vivir. Piedra filosofal que sostiene al hombre en el tiempo. Razón de encuentro, sostén del alma, refugio del caminante.

“Pero algo ocurría entre esos dos seres tan diferentes, algo indescifrable en medio de la playa”. ¿Qué acontece con el hombre, qué con el mundo, con el alma si, desnudo, desnuda, alguna vez comprende que los sueños y la realidad habitan el mismo reino? ¿Qué ocurre si como Caperucita de los Pinceles, o como refiere Coleridge, al despertar encontramos en nuestras manos el objeto de nuestros sueños? La eterna contienda entre la esperanza y la realidad, ¿puede darnos una respuesta? ¿Por qué la niña devolvió al mar el pececillo de oro? ¿Qué sintió al hacerlo? Dé cada quien su respuesta. Yo tengo para mí, lector, que sólo merece reverencia aquel que no pretende capturar del viento su frescor ni guardar para sí el perfume de la flor.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito ley 11723.