Caperucita Azul

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Capuchita azul
de paño marino
ten a mi pequeña
tenla a tu abrigo.

Prométeme que no le contarás a nadie lo que voy a decirte ahora. Que lo guardarás celosamente para que no pierda su virtud. Callarás para protegerte tú y para proteger a Caperucita Azul. ¿De acuerdo?

Su capucha era azul, sí. Y era también de color rosa y esto último nadie lo sabía, a excepción de sus padres y de su abuelita. Lo sabían ellos y nadie más. Guardaban el secreto celosamente y creo que entre ellos mismos lo callaban, pues que jamás se referían al asunto. Pronto sabrás por qué.

Vivía en medio de un monte tupido, cerrado por la vegetación, con árboles centenarios. Ahí le estaba vedado el ingreso a quien no tuviera alas para volar. En ese lugar vivía Caperucita con sus padres y su abuelita, mamá de su mamá, y diariamente salían para buscar sus alimentos entre las hierbas y de los árboles, que luego la abuelita elaboraba preparándoles ricas comidas. Y eran dichosos en la espesura de aquel monte.

En cierta ocasión en que la niña quería comer unos dulces que no podían prepararse en casa, su papá partió hacia el pueblo para comprarlos. El pueblo estaba bastante lejos, de manera que la ida y el regreso llevaba todo un día. Transcurrió, pues, el día, la noche cubrió el monte y papá aún no regresaba. A medida que avanzaba la noche crecía la preocupación de las tres mujeres, reunidas en torno al fuego que ardía en el hogar. No habían probado bocado todavía. “Papá se ha demorado en exceso y en medio de esta oscuridad no podrá regresar por el monte. Aguardaremos un poco más”. Y aguardaban y se decían mutuamente sus temores y sus sospechas y papá no regresaba. Llegada la medianoche nadie dormía. La mamá alimentaba el fuego porque tal como eran los presagios nadie podría dormir. Por primera vez Caperucita se había negado a escuchar el cuento que su abuela le quiso contar. Y la anciana comprendió.

El alba sorprendió a las tres mujeres sentadas, esperando. “Ya es tiempo”, dijo Caperucita y se puso la capucha al revés. Apenas pudieron atisbar su color rosado cuando la niña desapareció. Así, desapareció sin más. Ya no vieron a Caperucita su mamá ni su abuelita. Pero no se sorprendieron porque sabían que esa era la propiedad del lado rosado de la capucha, la hacía invisible a la niña y le permitía atravesar el tupido bosque.

Aclaraba el día y ya se insinuaba el brillo del sol entre el follaje cuando la niña, ahora invisible, como te dije, traspuso los límites del monte y se internó en un gran laberinto de rocas que la naturaleza había edificado a un lado del Cerro Chico. Sabía que allí vivía un anciano ermitaño y que su padre jamás dejaba de visitarlo cuando iba al pueblo. Ahí encontró a su padre, asistiendo al anciano que había enfermado gravemente. Ya repuesto por los auxilios recibidos, el viejo miró a la niña. La vio porque habiendo hecho severas penitencias en su vida y siendo sabio y bueno como ninguno, tenía el don de ver lo invisible. Largo tiempo se miraron la niña y el anciano y qué se dijeron con sus miradas no se supo. Tampoco por qué se hizo visible Caperucita también a los ojos de su padre. Pero es cierto que el anciano besó a la niña en la frente y en ese momento se volvió azul su capucha de ambos lados. Y nunca más se volvió invisible la niña porque en el monte cerrado nada faltó desde ese día. Y una estrella descendió del cielo posándose en la copa del paraíso añoso bajo el cual estaba la casa de Caperucita. Las noches ya no fueron ciegas como otrora y el follaje de los árboles y las hierbas del monte brillaron. Esto hizo el anciano y se regresó en su ermita donde nunca nadie había ingresado. “Papito, por tu bondad, porque sanaste al ermitaño es que ahora tenemos una estrella y ya no es preciso que me vuelva invisible para hacer las tareas que Dios me ha encomendado. Papá, por ti...!”

Ya de regreso a casa, padre e hija relataron lo ocurrido. Concluido que hubieron el relato Caperucita le preguntó a su padre si había podido comprarle los dulces que tanto apetecía. Y estaba el padre por decir que no, que la atención del anciano se lo había impedido, cuando oyeron que la abuelita gritaba alborozada desde afuera de la casa: “Miren, aquí, vean este árbol que en una sola noche ha crecido. Y su fruto..., es increíble su fruto. Lo he probado y su sabor es igual que el dulce que tanto le gusta a nuestra Caperucita”.

No importan las mil discusiones sobre el bien. Ni las lucubraciones sesudas de los eruditos. ¿Importan las palabras más que el obrar, que la acción amorosa del hombre dirigida a los otros hombres y a cuanto lo rodea? Mirar con los ojos del alma, sin cálculo y con amor. Y hacer y dejarse hacer. Eso es el bien. Lo que es objeto de cálculo y de medida es cosa de otro reino. Y cuanto diga de aquí en más es palabra vacía.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito Ley 11723.