Caperucita Roja

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Todos saben que debía su nombre a la capucha que la abrigaba en los días fríos. Y que el color de esa capucha le había dado el apellido.

Caperucita Roja era una niña inteligente, de corazón generoso. Tenía entre dos y tres años de edad cuando le ocurrió lo que voy a relatarte ahora. Afina, pues, tu oído y guarda todo en tu memoria, pues ésta será la única vez que se oiga de mí este cuento. Porque mañana quizá ya lo habré olvidado.

Vivía con sus padres en una casita pequeña y graciosa, como esas de chocolate que suelen adornar las tortas en las fiestas grandes. Su abuelita, mamá de su mamá, que antes vivía con ellos, se había mudado al medio del bosque, a una casa rodeada de unas plantas que le hacían bien a su salud. De modo, entonces, que diariamente la anciana salía a recoger algunas hojas de esas plantas para sazonar sus comidas y sanar sus dolores. Así es que ya no vivían juntas. Pero, eso sí, frecuentemente la niña visitaba a su abuela para llevarle algunas cosas que necesitaba o dulces que preparaba su madre.

Cierta vez la mamá le pidió a Caperucita que fuera a la casa de su abuela para llevarle hortalizas del huerto y, como era habitual, unos ricos dulces. Alegre, con el cesto al brazo la niña enderezó el camino que lleva a la morada de la anciana. Primero atravesó los prados y luego vadeó el arroyo hasta encontrar su lugar menos profundo, y lo cruzó saltando sobre las piedras que asomaban del agua. Y se internó en el bosque por una senda otrora abierta por los leñadores, a cuya vera divisó pronto la casa de su abuelita. Felices ambas, abundaron los besos. Conversaron niña y anciana durante un tiempo, hasta que se oyó golpear insistentemente la puerta. Caperucita acudió a abrirla y se encontró frente a un hombre ya entrado en años, delgado, de larga barba blanca y jadeante: “Niña, mira aquí, a mis pies..., este animal herido. Lo traje a cuestas desde el arroyo. Está mal, quizá fue una caída o una piedra del arroyo lo hirió. Ayúdame a curarlo. Y que sea ya porque si no morirá”. Pronto se acercó también la abuela y entre los tres alzaron al animal y lo entraron a la casa, depositándolo sobre una mullida manta, donde le prodigaron toda suerte de cuidados.

Era un lobo, herido en el lado izquierdo de su cuerpo. Inconsciente ya, el animal no reaccionaba a las primeras curaciones. Pero insistieron ellos y mucho se afanaron en los cuidados. Lavaron su herida y vieron que era profunda, luego le aplicaron unas hierbas que la abuela aseguró que serían saludables, lo vendaron con paños limpios y lo dejaron dormir y descansar al abrigo de la estufa que ardía cerca. Y cuando hubo transcurrido bastante tiempo, el animal despertó.

Sorbo a sorbo Caperucita le hizo beber una sopa caliente y nutritiva que su abuela había preparado. Y vieron, por fin, cómo aquel lobo herido iba recuperando sus fuerzas hasta incorporarse por sí solo y lamer, con gratitud, las manos de la niña y de la anciana. Al cabo, ya repuesto, el animal partía hacia la espesura del bosque.

¿Quién era el hombre que trajo al animal herido? ¿Por qué acudió precisamente a esa casa para que lo sanaran? ¿Por qué se fue sin siquiera despedirse ni decir su nombre? No supieron contestar a estas preguntas la abuela ni la niña, ni tuvieron noticias de los que habían partido.

Y transcurrió algún tiempo y otras veces Caperucita visitó a su abuela. En cierta ocasión, cuando tomaban el té al sol ya fresco de la tarde, vio la niña que un torbellino blanco como la nieve descendía del cielo. Descendía cada vez más hasta alcanzarla sin que la abuelita se percatara. Y la envolvió el torbellino acariciando sus mejillas y quitando de su cabeza la capucha roja hasta ensortijar su pelo. Tuvo una sensación la niña, no de miedo, no de inquietud. Sensación de que, cautiva de aquel dulce torbellino, era trasladada lejos. Muy lejos. Allá donde jamás había estado antes. Y vio sentado en un trono a aquel hombre de barba que un día trajo al lobo herido. Él la miró con dulzura y vio Caperucita que al costado de su cuerpo, del lado izquierdo, el hombre tenía una cicatriz. Alzó su mano desde el trono e irradió luz sobre la niña y al pronto ella se encontró nuevamente sentada al sol ya fresco de la tarde tomando té con su abuelita. Miró a la anciana, miró al cielo. Nada había cambiado en derredor. Sólo ella, Caperucita Roja, sabía lo ocurrido*.

Confieso mi simpatía para con el lector que se basta con lo narrado para comprender lo que implica. De acertado o de errado, de valioso o de trivial, no lo sé. Digo mi afecto para aquel que, dueño aún de su inocencia –inocente es quien no merece castigo-, se basta con el vuelo de su imaginación, con la anchura de su corazón y con el más simple episodio de su vida, para comprender sin recurrir al menudeo verbal a que nos ha llevado nuestra condición de adultos. De seguro yo he sufrido este menoscabo; de otro modo, no hubiera añadido a mis cuentos éstas que llamo reflexiones.

Con frecuencia se pregunta el hombre de qué sirve la ficción, cuál es su utilidad y su motivo. Se pregunta si acaso no es fútil que desde el comienzo se le oriente por senderos ajenos a la realidad, con la que tendrá que vérselas en definitiva a lo largo de su existencia adulta. Hoy, con todo lo que ha hallado la ciencia y puesto al servicio del hombre la tecnología, ¿qué justificación tiene la ficción y el aliento de la fantasía? En ocasiones el conocimiento ha superado a la imaginación y donde hasta hace poco había perplejidad, ahora hay recursos produciendo a escala industrial lo que era inexistente. Éstas y otras evidencias sirven para que los detractores de la ilusión apoyen sus prédicas. Son verdaderos los hechos aducidos, pero son falsas las consecuencias que se derivan de ellos.

La imaginación es una de las cosas que distingue al hombre de las otras especies. Sobrevuela las urgencias cotidianas y busca respuestas que quizá nunca hallará. Pero a sabiendas de ello busca dentro y fuera de sí (siempre es adentro) y en la búsqueda encuentra el gozo. Sutil y hondo, no comparable a la satisfacción de alcanzar el resultado. Por esto el hombre es hombre, distinto, particular. No saben de la muerte las otras especies, no saben de Dios. Sólo el hombre se plantea las cosas del infinito, del tiempo, del bien y del mal.

Déjame, lector niño o adulto, imaginar un personaje que diga así: “Quiero volar con mis alas, porque mi condición no cambia porque hayamos pisado la luna, no he dejado de decir poesías por eso. No discuto la ciencia y sus productos, no desdeño el saber de los hombres. Pero sigo preguntándome de dónde vengo y hacia dónde voy”. Y no me hagas inmortal alguna vez, no. Porque entonces ya no querré vivir, no tendrá sentido mi vida si no tengo que cuidar de ella.

“Por qué soñar” titulé el pórtico de entrada a mi ensayo utópico. Esa es la cuestión. Y mientras sea una cuestión seguiré abrazando la vida, edificando ilusiones. Y si los vientos las derriban volveré a levantarlas, que en eso radica el vivir. Es insípida la certeza, tiene sabor la esperanza y la duda es su sazón. Heráclito y Sócrates de sobra lo sabían, como lo saben los niños. Son esos viejos griegos y estos niños quienes tienen lugar en su entendimiento y en su corazón para aquel hombre “ya entrado en años, delgado, de barba blanca y jadeante”. Sólo ellos son aptos para percibir ese “torbellino blanco como la nieve que desciende del cielo”.

* De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel.
Hecho el depósito Ley 11723.