De cuando Jacinto vio a Caperucita en sueños

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Concluido el trabajo de ese día, ordenó sus herramientas en el granero y se refugió en el calor de la casa. Ya cansado, se dejó caer en el sillón-hamaca para descansar antes de preparar su alimento. Y ahí lo atrapó el sueño, blando y reparador. Jacinto entró en el mundo de sus adentros, de los duendes y de las ilusiones. Que me dijo cierto anciano centenario que es el mundo de verdad, no lo sé.

Lo que soñó Jacinto mientras la luna relevaba al sol en la custodia del cielo, eso te diré, lector, para que tú lo sepas y para que puedas contárselo a otros si quieres, porque así me autorizó el anciano. Repetiré sus mismas palabras para ser veraz.

La ladera de una montaña al oriente y un extenso valle al poniente, todo cubierto de verde. A un lado, los animales pastando o echados bajo el sol aún tibio del otoño incipiente. Más allá el arroyo que desciende de las cumbres y se hace río manso en el llano. Y del otro lado, hacia el norte, las tierras laboradas cubiertas de trigo ya maduro, amarillo, aguardando la cosecha. Era una tarde apacible en la que las aves aún no habían iniciado sus vuelos de regreso a los montes umbríos.

Y en medio de este cuadro –relató el anciano- Jacinto vio a una niña a lo lejos, caminando. Supo que era Caperucita y entonces, sin prisa, amarró el caballo al carro de paseo y aguardó a la niña. Harto sabía que a ella le gustaba pasear por el prado rodeándolo hasta alcanzar la orilla del río. Sabrás por qué, pronto sabrás por qué...

Caperucita le obsequió a Jacinto unos ricos dulces preparados por su mamá y sin más partieron en el carro. Se apearon a orillas del río, tal como te dije, y se ocultaron tras unas matas. Y después de aguardar algún tiempo volvieron a ver aquella escena: la luna desnuda emergía del río y danzaba al son de una música ligera. Danzaba y danzaba la luna sobre la ribera, mientras del cielo descendía el sol arropado en llamas, bebiendo el agua del río, sediento después de atravesar el espacio vacío. Danzaba y danzaba la luna sin cesar, y en su ir y venir parecía escapar de las lenguas de fuego que flameaban sin poder atraparla. Y al cabo de un tiempo cientos, miles de estrellas poblaron la ribera del río para presenciar la escena. Y vio Jacinto y vio también Caperucita, siempre ocultos detrás de las matas, que aquellas estrellas eran tan pequeñitas como cuando las observamos en el cielo.

Esta escena la veían Jacinto y la niña una y otra vez, cuando ella lo visitaba, siempre escondidos detrás de las matas, temiendo que su presencia acabara con el hechizo. Y te preguntarás, lector, cuánto duraba este ritual. No lo sé. Pero sé que en algún momento el sol comenzaba a retirarse, lentamente al principio, luego más deprisa. Se retiraba el sol hacia el poniente mientras la luna, también lentamente, dejaba de danzar. Y cuando el baile cesaba por completo desde el río iba elevándose la luna al el cielo, serena, despaciosamente. Pronto las estrellas también abandonaban la escena, retirándose cada cual a su sitio.

Jacinto me contó que cada noche el río conservaba en su memoria a la luna y a las estrellas. Y que él y la niña miraban esa memoria en el espejo del río. Pero al fin, para saciar su sed el sol bebía el agua y el anciano y la niña extraviaban la memoria en el lecho seco y rocoso. Por eso regresaban una y otra vez, para resarcirse del olvido.

“Dime –le preguntó Caperucita a Jacinto en sueños-, si yo danzara sobre el río, ¿quién danzará conmigo? ¿quién halagará mi porte y aligerará su espíritu hasta viajar al cielo? Dime si alguna vez el río guardará en su memoria mi rostro con capucha”. Y contestó Jacinto: “ven mañana y te daré la respuesta”.

Al siguiente día cuando arribó la niña, nuevamente el carro, nuevamente el camino, también la ribera del río. Pero no se escondieron tras las matas. Jacinto llevó a Caperucita hasta el agua misma y saltando de piedra en piedra le dijo que se detuvieran en una de ellas, la más prominente, en medio del sereno caudal. “Mira, pequeña, mira a tus pies la memoria del río. Mira y ve si te encuentras en ella”. Y mirando la niña sobre el agua vio su rostro, vio su capucha, vióse ella danzando con los pececillos que le hicieron cortejo. Así permaneció maravillada largo tiempo. Y Jacinto a su lado, en silencio. Hasta que al pronto elevó su mirada y dijo: “La luna, ¿no vendrá hoy la luna?”. “Hoy has venido tú a danzar sobre el río. No sé, Caperucita, si vendrá hoy la luna, y no lo creo. Acaso esté celosa. Quizá el río se enamoró de ti y lo sabe la luna”.

Despertó el soñador en este punto y vio que en su mano sostenía el frasco de dulces que recibió en su sueño y vio también que el caballo aún estaba amarrado al carro de paseo*.

Sueño y vigilia sólo difieren en el tiempo y el tiempo para Dios no existe. Sueño y vigilia son uno para Dios, eterno. ¿Por qué, entonces, habían de ser distintos para el hombre? Cierto que el hombre, finito, vive en el tiempo, pero es que la divinidad algunas veces le obsequia sus atributos. Así ocurre con los sueños. Por eso has de tenerlos por ciertos. Tal le ocurrió a Jacinto que lo supo al despertar con los dulces en su mano y el caballo amarrado. Mas no a Caperucita: “no sé si vendrá hoy la luna, y no lo creo. Acaso esté celosa. Quizás el río se enamoró de tí y lo sabe la luna”. Pero -¡ay!- la niña desdeñó el obsequio, salió de su escondite y se miró en el río. Desdeñó la niña el obsequio del cielo y envuelta en el tiempo inquirió en lo insondable. Y la luna, celosa, se ausentó ese día.

Así, en aras de aprehender el misterio perdemos el don divino de la inocencia. Y con ella también perdemos la magia y el encanto que anida en lo secreto. No es buena compañera la ambición en el sendero de la vida.

De la colección Cuentos de Caperucita para Mariel .
Hecho el depósito Ley 11723.